Homilía en la Solemnidad de San Indalecio
Lecturas bíblicas:
Sab 5,1-4.14-16
Sal 88,2.5.12-13.16-19
1 Cor 1,18-25
Jn 15,9-17
Excelentísimo Cabildo Caltedral;
Ilustrísimo Sr. Alcalde;
Excmas. e Ilmas. Autoridades civiles y militares;
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de san Indalecio nos congrega hoy para celebrar la Eucaristía
en honor del Patrón de la diócesis san Indalecio, obispo
fundador de la Iglesia hispanorromana de Urci que, con el paso del tiempo,
dió lugar a la Iglesia de Almería. En las tierras de Almería
otros evangelizadores de la primera hora plantaron también la Iglesia
de Cristo, dando lugar a las demarcaciones de los primeros obispados de
la costa mediterránea del sur de Hispania, como fueron Abla, Vergi,
Baria y Abdera, de las cuales hay confirmaciones documentales que nos permiten
conocer la ordenación canónica de la Iglesia en estas tierras
peninsulares. En ellas se desarrolló la vida cristiana desde muy
temprano, fruto de la predicación de la época apostólica,
y su legado alimentaría a los cristianos mozárabes durante
la dominación musulmana hasta su emigración, en unos casos,
y el pleno sometimiento de la población en otros.
La etapa hispanorromana y la etapa hispano-visigótica de nuestra
historia forman parte de nuestra identidad como nación evangelizada.
Hoy, esa identidad está amenazada por la fuerte secularización
de nuestra sociedad, regida por una cultura que se aleja de la visión
cristiana de la vida: todo un reto para la empresa de la nueva evangelización.
Los cristianos estamos hoy llamados a dar testimonio de la verdad que hemos
conocido afrontando las dificultades de la hora presente, pero conscientes
de que la ordenación democrática de la sociedad hace posible
la libre predicación del Evangelio y la propuesta del modelo de
vida cristiana como programa capaz de inspirar la mejor ordenación
de la sociedad.
La Iglesia a nadie impone la fe de Cristo, pero no puede ser desplazada
de la vida pública sin forzar la con ciencia de los ciudadanos.
La fe cristiana sigue orientando la conciencia de un alto porcentaje de
la población de nuestro país, que sigue declarándose
cristiana, con diversos grados de adhesión a la práctica
religiosa y a la doctrina de la Iglesia. Las encuestas ofrecen cifras que
requieren cierta reserva, dada la agresión constante a que los medios
someten al cristianismo y, en particular, a la Iglesia Católica.
Podemos decir que una cierta tendencia a abdicar de la propia identidad
religiosa se ha apoderado de las sociedades europeas históricamente
cristianas. Bien es verdad que no en todos los países avanza el
laicismo de la misma forma, pero el radicalismo de quienes pretenden imponer
una visión anticristiana de la vida en nada favorece la libertad
religiosa, que se pretende reprimir llevando la religión al recinto
interior de la conciencia y de las meras creencias.
En esta situación, el cristiano tiene que saber dar razón
de la esperanza que tenemos en Cristo, como aconseja Pedro a los cristianos
de la primera hora diciéndoles que si tienen que sufrir por causa
de la justicia de la fe serán bienaventurados; y añade: “Más
bien, glorificad a Cristo en vuestros corazones, dispuestos siempre para
dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra
esperanza, pero con delicadeza y respeto, teniendo buena conciencia” (1
Pe 3,15-16a).
El cristiano está llamado a afrontar las dificultades de cada
época, consciente de que la evangelización de la cultura
y de la sociedad en muchas circunstancias no ahorra sufrimientos al evangelizador.
Tanto es así que el Príncipe de los Apóstoles añade:
“Pues es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que
sufrir haciendo el mal” (1 Pe 3,17). Palabras que reflejan de hecho las
dificultades de la evangelización de la primera hora y, sobre todo,
la persecución que acompañó a quienes se adherían
a la práctica de la vida cristiana.
Tengamos en cuenta cuanto dice san Pablo en la primera carta a los
Corintios, que hemos escuchado: “El mensaje de la cruz es necedad para
los que están en vías de perdición; pero para los
que están en vías de salvación —para nosotros— es
fuerza de Dios” (1 Cor 1,18). Estamos celebrando en estas semanas pascuales
el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte, y el gozo de la Pascua
se levanta sobre la resurrección del Señor descubriéndonos
el camino que lleva a la gloria como un camino de pasión y de cruz.
Bien iluminadoras son las palabras de san Pedro, al considerar la participación
de los cristianos en los sufrimientos de Cristo: “Así, pues, dado
que Cristo sufrió según la carne, también vosotros
armaos de la misma mentalidad” (1 Pe 4,1); es decir, la imitación
y el seguimiento de Cristo incluye la cruz a causa del nombre de Cristo.
El ultraje por el nombre de Cristo hace bienaventurados a sus discípulos,
por lo cual san Pedro concluye: “Así, pues, que ninguno de vosotros
tenga que sufrir por ser asesino, ladrón, malhechor o entrometido,
pero si es por ser cristiano, que no se avergüence, sino que dé
gloria a Dios por este nombre” (1 Pe 4,16).
La justicia cualifica al hombre honrado, que se distancia de la conducta
de los malvados e injustos, de cuantos hacen de la injusticia tenor de
vida y causa de prosperidad personal o de grupo. Sin embargo, el tiempo
evidencia que la justicia hace bienaventurados, mientras la práctica
del mal y de la injusticia termina por sacar a plena luz la condición
criminal del malvado. Si así no fuera, aún queda el juicio
divino: el malvado no escapará al juicio de Dios, aunque su injusticia
quede oculta a los ojos del mundo; mientras el justo recibe el premio prometido
a la paciencia. La fe en Dios exige plena confianza en la justicia divina,
que ayuda a tener paciencia y soportar el sufrimiento moral.
El que tiene fe, aunque aspira a que la justicia humana no deje impunes
las injusticias del malvado, sabe que la justicia de los hombres puede
manipularse y corromperse. El libro de la Sabiduría dice que el
que tiene fe sabe que “la esperanza del impío es brizna que arrebata
el viento, espuma ligera que arrastra el vendaval, recuerdo fugaz del huésped
de un día” (Sb 5,14). El creyente no renuncia a la justicia humana,
más aún, es parte fundamental del programa de renovación
de la sociedad y fundamento de la paz social, pero sabe que la justicia
de los hombres no sólo no es perfecta, sino que su ejercicio está
sometido con frecuencia a intereses que la pervierten.
El evangelio que proclamamos asienta el ejercicio de la justicia sobre
la ley de Dios y, cuando los hombres soslayan la ley y los mandamientos
de Dios, se alejan de un ejercicio pleno de la justicia. Los mandamientos
de Dios son el fundamento del ejercicio de la justicia, que ha de inspirarse
en la defensa y salvaguarda de la dignidad del ser humano y de sus derechos
fundamentales, de los cuales la libertad religiosa es la clave de bóveda
de su reconocimiento legal y de la práctica más genuina de
las libertades.
El respeto y la promoción de la libertad religiosa se fundamentan
en la dignidad de la persona humana; y no en la mera tolerancia de un pluralismo
religioso que no fuera otra cosa que la expresión del indiferentismo
y del relativismo. De aquí la importancia que tiene considerar que
la aportación que los cristianos realizan a la búsqueda y
defensa del bien común es inseparable de la verdad religiosa que
profesan. Del mismo modo que el fanatismo religioso pervierte la religión,
la represión y marginación de la conciencia religiosa atenta
contra el bien común, ya que la fe religiosa ilumina el fundamento
trascendente de la ley moral natural. Los cristianos no pueden separar
su compromiso con la ordenación de los asuntos temporales de la
sociedad de la conciencia religiosa de su propia fe.
Es Cristo quien así lo dice: la guarda de sus mandamientos,
como acabamos de escuchar en el evangelio de san Juan, es la condición
y la forma de permanecer en Cristo y en su amor, como él ha guardado
los mandamientos del Padre y permanece en su amor (cf. Jn 15, 10). Esta
permanencia en el amor de Cristo es el fundamento de la alegría
del cristiano, a pesar de las dificultades del mundo. El amor de Cristo,
fundamento de esta alegría, inspira la acción de los cristianos
en el mundo y sostiene su compromiso con la sociedad, a la cual aportan
los valores del evangelio como realización plena de la verdad y
del bien.
A los laicos cristianos corresponde acreditar la bondad de su compromiso
con la sociedad y defenderlo como fidelidad a la verdad, no permitiendo
que la intolerancia del laicismo descalifique el compromiso político
de los cristianos por estar inspirado en su fe religiosa. El santo papa
Juan Pablo II decía que los fieles laicos han de tener muy presente
que no existen dos vidas paralelas, una “espiritual” y otra “secular”,
cada una con sus propias leyes; y añadía invitando a la coherencia
de los seglares cristianos en la acción social y política:
«En efecto, todos los campos de la vida laical entran en el designio
de Dios, que los quiere como el “lugar histórico” de la manifestación
y realización de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre
y servicio a los hermanos» (Juan Pablo II, Exhortación apost.
posts. Christifideles laici, 59; cf. Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem,
n. 4).
El Magisterio de la Iglesia no se entromete en la acción política
cuando ilumina la conciencia cristiana de los fieles y exhorta a los cristianos
a ser coherentes cuando aspiran a ordenar la vida pública según
sus convicciones políticas. El Magisterio recuerda a los católicos
comprometidos con la vida política que han de actuar de tal forma
que “su acción esté siempre al servicio de la promoción
integral de la persona y del bien común” (Congregación para
la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política
[24.11.2002], n. 6). Los católicos que actúan en política
tienen el deber, legítimo en democracia, de buscar la realización
de la verdad conforme a la mente de Cristo y han de evitar secundar cuanto
es contrario a la dignidad de la persona y a la defensa de los más
débiles y de los pobres, de los inocentes y de cuantos necesitan
mayor protección. Un cometido que han de llevar a cabo inspirándose
siempre en el amor de Cristo, que dió su vida por nosotros exhortó
a sus discípulos a ser consecuentes con su elección: “No
me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os ha elegido
a vosotros y os he destinado para que vayáis y déis fruto
y vuestro fruto dure” (Jn 15,16).
Que santísima Virgen del Mar y san Indalecio, fundador de la diócesis y protector de la ciudad nos lo alcancen así de Cristo Jesús.
S.A.I. Catedral de Almería
15 de mayo de 2014
San Indalecio
+ Adolfo González Montes
Homilía
de Monseñor Adolfo González Montes en la Solemnidad de San
Indalecio
Patrono de la diócesis y de la ciudad de Almería
Queridos sacerdotes concelebrantes, miembros del Excmo. Cabildo Catedral;
Excmo. e Ilmo. Sr. Alcalde;
Dignas Autoridades civiles y militares;
Seminario Conciliar de San Indalecio;
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta patronal de la diócesis nos vuelve hacia los orígenes apostólicos de nuestra fe, que llegó a las costas mediterráneas de Almería con la predicación del Obispo san Indalecio. Este varón apostólico congregó en iglesia a cuantos aceptaron la fe que predicaba, fundando en ella el núcleo eclesial del que históricamente emerge nuestra diócesis. Fue posible porque las cosas de Dios salen siempre adelante sin que los hombres puedan oponerse a ellas. Así lo argumentó el gran rabino Gamaliel ante el sanedrín hablando a favor de la libertad de predicación para los apóstoles para hablar en nombre de Jesús.
Sin embargo, las persecuciones no le han sido ahorradas a la Iglesia a lo largo de su historia y son cruda realidad del presente en diversos países y latitudes del mundo. El libro de la Sabiduría nos ayuda a interpretar los padecimientos de los justos, afirmando que aparecerán como hacedores de la justicia de Dios, cuando llegue el tiempo prefijado por el Creador y Redentor del hombre. Si la justicia comienza con el reconocimiento y culto de Dios como fundamento de la moralidad de las acciones, los padecimientos del justo serán resarcidos cuando se revele que obraba la fundamental de las justicias, y así aparezca rehabilitado por Dios contra el proceder de sus perseguidores, que dirán: “Este es aquel de quien nos reíamos y a quien nosotros, insensatos, insultábamos. Su vida nos parecía una locura y su muerte una ignominia. ¿Cómo ahora es contado entre los hijos de Dios y comparte la suerte de los santos?” (Sb 5,4-5).
Dios, en efecto, es el rehabilitador de las víctimas injustamente tratadas, las cuales no son resarcidas por los hombres. A veces desesperamos de Dios, porque nos falta fe en la justicia divina; o porque imaginamos el ejercicio de la justicia por Dios al modo como ejercemos justicia los hombres. Cuan los predicadores del Evangelio, que plantaron la Iglesia mediante la predicación padeciendo la persecución, afrontaron su destino sabían que Dios tiene la última palabra y que las cosas de Dios no pueden ser frenadas por los hombres, aun cuando las apariencias pueden decir lo contrario.
La fe, como dice la carta a los Hebreos, “es el fundamento de lo que se espera, y la garantía de lo que no se ve” (Hb 11,1), y “por ella son recordados los antiguos” (v. 2). Así, del mismo modo que por la fe algunos “apagaron hogueras voraces, esquivaron el filo de la espada, se curaron de enfermedades, fueron valientes en la guerra, rechazaron ejércitos extranjeros” (Hb 11,34), otros muchos “fueron torturados hasta la muerte, rechazando el rescate, para obtener una resurrección mejor. Otros pasaron la prueba de las burlas y los azotes, de las cadenas y la cárcel; los apedrearon, los aserraron, murieron a espada, rodaron por el mundo (…) faltos de todo, oprimidos, maltratados —el mundo no era digno de ellos—, vagabundos por desiertos y montañas, por grutas y cavernas de la tierra” (Hb 11,35b-38).
Conocedor de este texto sagrado, el gran rabino judío Gamaliel, al defender a los apóstoles, no podía prever entonces hasta qué extremos estaría la historia de la Iglesia jalonada hasta nuestros días por las persecuciones de uno u otro signo, unas cruentas y otras incruentas, pero tal vez no menos insidiosas cuando el integrismo religioso de una parte y el laicismo de otra atenazan la libertad de la conciencia religiosa de tantos millones de seres humanos. Esto sucede sin que quienes tienen responsabilidades públicas en los países democráticos hagan cuanto está en su mano para reivindicar, con su apelación a la justicia, el respeto a la libertad religiosa de las personas y de las colectividades. Se siguen así infligiendo los mismos castigos que en el pasado —algunos llevan incluso a la muerte de quienes los padecen— contra quienes predican el nombre de Cristo y contribuyen con su predicación e instrucción en la fe a la conversión de las personas, cuyo derecho a la libertad de conciencia, creencia y religión no son respetados en el ordenamiento jurídico de muchos países. Conocedor de ello, estos días así lo ha puesto de manifiesto el Papa Francisco, reclamando el debido respeto a la libertad religiosa de los cristianos. La libertad de religión incluye su manifestación pública y la posibilidad de cambiar de creencias y, en consecuencia de religión.
La carta a los Hebreos preveía que la fuerza de la fe en Cristo Jesús sería capaz de todos los sufrimientos por amor a él, sabiendo que el dolor es fuente generosa de vida para cuantos reciben del Espíritu Santo la fortaleza para afrontar la vida cristiana. Por eso, con la intención de darles ánimo, el autor de la carta escribe a los miembros de una comunidad que se ha venido en algún modo abajo y siente debilitada su fe, añorando tal vez los tiempos del culto en el templo de Jerusalén; y les dice: “Recordad aquellos días primeros en los que, recién iluminados, soportasteis combates y sufrimientos” (Hb 10,32). Prosigue recordándoles del heroísmo del que fueron capaces, para concluir levantando su depresión y desesperanza con palabras de ánimo mientras, les recuerda aquellas otras palabras del profeta Habacuc: “«Mi justo vivirá por la fe, pero si se arredra, le retiraré mi favor» [Hab 2,3s]. Pero nosotros no somos gentes que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma” (Hb 10,32.39).
Es lo que hemos escuchado en la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios: los cristianos vamos contra corriente y no puede ser de otra manera, si queremos permanecer fieles a Jesucristo; porque, en efecto, dice el Apóstol: “El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios” (1 Cor 1,18).
Hemos vivido el misterio pascual con la intensidad de la Semana Santa como práctica de fe y de piedad, celebrando en la sagrada liturgia los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Sabemos que no hay resurrección sin cruz, ¿por qué tener miedo de la radicalidad de nuestra fe? Transmitir la fe, instruir en la fe, acomodar la vida a las exigencias de amor del Evangelio, dispuestos a desprendernos de nosotros mismos, de nuestros deseos egoístas y pecaminosos es una tarea ciertamente difícil y a veces dolorosa. Es una tarea dura, porque exige disciplina de vida y coraje para afrontar los obstáculos que el mundo pone al justo, al que quiere obrar la justicia divina y gobernar su vida por ella.
Esto es verdad, pero los cristianos no podemos olvidar que lo que el mundo considera una locura o un escándalo, la cruz, es —como nos recuerda el Apóstol— la fuerza divina que sostiene una vida cristiana, afrontada con elegancia espiritual y sostenida por la fortaleza de la fe frente las desviaciones de los hombres, que se alejan de Dios cuando optan por sus propias ideas contra la voluntad de Dios. No podemos dejar de lado, como creyentes que somos en Cristo, que Dios nos ha hablado por los profetas, pero en él, en Cristo Jesús, Dios ha pronunciado su palabra definitiva e irrevocable, revelándonos el amor de Dios y el destino de gloria que espera a los que obedecen a Cristo.
El evangelio de san Juan que hemos proclamado nos descubre que Jesús mismo sostiene con su amor la fe del que cree en él. El apóstol se nutre del amor de Jesús, de su amistad, en la cual se reconoce alimentado por la savia de la divinidad del Hijo de Dios, que se hizo hombre para estar a nuestro lado llevando la cruz y llevándola en nuestro lugar. Jesús nos ayuda a llevar nuestra cruz, la que es nuestra, la de cada uno en su propia circunstancia, sobre todo cuando arrecian las dificultades sociales y morales, cuando aparece la enfermedad o se nos va un ser querido. Si nos mantenemos unidos a él, “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Hb 12,2), el amor de Jesús por nosotros sostendrá nuestra fe y también nosotros habremos comenzado a resucitar ya en esta vida como hombres nuevos. Para ello tenemos que seguir sus huellas, las huellas de Jesús, “quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Hb 12,2b).
Las palabras de Jesús en el evangelio de san Juan están particularmente dirigidas a los apóstoles, a quienes les sucedieron en el apostolado, como san Indalecio y los varones apostólicos. Están dirigidas a los que Jesús sigue llamado a la predicación y el ministerio de la santificación de los fieles, pero tienen un alcance universal para todos los bautizados, porque todos están llamados a afrontar una vida conforme con la justicia divina y en la cual el testimonio de Cristo resplandezca por la coherencia de las obras.
Es Jesús quien nos ha elegido y nos ha destinado a dar fruto. Por el bautismo fuimos injertados en su cuerpo místico como miembros de la Iglesia. Seamos consecuentemente cristianos y demos testimonio de la fe que profesamos. Lo lograremos, si permanecemos unidos a Cristo y nos nutrimos de la savia de la vida divina que nos da el Hijo de Dios, cuando olvidándonos de nosotros mismos nos volvemos a él, “apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos: a Jesús, fiel al que lo nombró, como lo fue Moisés en toda la familia de Dios” (Hb 3,1b-2). Cristo es más que Moisés, porque es Cristo quien funda en nosotros la familia de Dios, abriéndonos como fundador y jefe de la familia de Dios, por medio de su muerte y resurrección, el acceso a la filiación divina, “con tal de que mantengamos firma la seguridad y la gloria de la esperanza” (Hb 3,6b).
Este es el mensaje que predicó hace dos mil años en las costas mediterráneas san Indalecio, en cuyo honor celebramos esta solemne eucaristía, pidiendo por intercesión del santo Obispo fundador de la Iglesia urcitana mantenernos firmes en la fe y ser testigos de Cristo en nuestro tiempo. Que nos lo conceda así la santísima Virgen del Mar, que junto con san Indalecio ostenta el patrocinio sobre la capital diocesana y cuya intercesión ante su divino Hijo hace suya la intercesión del Obispo fundador de nuestra Iglesia.
Lecturas bíblicas: Sb 5,1-4.14-16
Sal 88,2.6.12-13.16-19
1 Cor 1,18-25
Jn 15,1-7
S.A.I. Catedral de la Encarnación
15 de mayo de 2013
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Homilía
en la solemnidad de San Indalecio
Obispo Fundador y Mártir Patrón de la Ciudad y de la diócesis
de Almería
“Yo soy la puerta: quien entra por mí, se salvará,
y podrá entrar y salir, y encontrará pastos” (Jn 10,9).
Queridos hermanos sacerdotes;
Ilustrísimo Sr. Alcalde;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades
civiles y militares;
Queridos hermanos y hermanas:
San Indalecio, Fundador y Patrón de nuestra ciudad
y nuestra diócesis, es un claro ejemplo de testigo de
Cristo como evangelizador y pastor acreditado por su martirio, que
según la tradición consumaron los perseguidores; y aunque
nos falta la verificación histórica de la tradición
en lo tocante a su martirio, la condición de mártir del primer
obispo de nuestra Iglesia queda patente en las lecciones de su Oficio,
que lo presentan “consumido por las muchas fatigas y a causa de los grandes
trabajos sufridos por la confesión de Cristo y propagación
de la fe cristiana” (Breviarium Romanum: Lectio VI in secundo nocturno).
Son estas fatigas y trabajos causa de un martirio espiritual que identifica
al buen pastor de su grey, que, configurado con Cristo crucificado, entrega
su vida por la salvación de aquellos que le han sido confiados.
San Pablo diría con gran dolor, ante la desviación de que
habían sido objeto los gálatas, que la fidelidad a la verdad
del Evangelio le costaba dolores de parto, y acosado por el temor del abandono
de la fe recta por los nuevos cristianos exclamaba: “Me hacéis temer
haya sido en vano mi afán por vosotros” (Gál 4,11).
Las amonestaciones del pastor bueno, que defiende a sus
ovejas ante los zarpazos del lobo, no siempre son bien comprendidas; más
aún, pueden resultar molestas y ser causa de enemistad con el pastor,
al que se puede llegar a ver incluso carente de misericordia y de compasión
evangélica. Cuando la desviación de la fe se apodera del
corazón de los cristianos y éstos ya no pueden sufrir la
corrección de sus pastores, los propios pastores vienen a ser desacreditados
por aquellos fieles que no aceptan con humildad y de buen grado el mensaje
evangélico y la claridad de la doctrina de la fe, y desearían
tener un evangelio a la propia medida de sus deseos. Lo advertía
san Pablo, exhortando a su discípulo Timoteo: “Vendrá un
tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán
de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír”
(2 Tim 4,3).
Lejos de acoger la palabra de la predicación con
corazón abierto a la compunción y el arrepentimiento, como
los que escucharon el sermón de Pedro el día de Pentecostés,
a veces se rechaza al pastor mediante la descalificación y burla
de su mensaje, como sucedió con Pablo en el areópago de Atenas.
Dice el libro de los Hechos: “Al oír «resurrección
de los muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron: «De
esto te oiremos hablar en otra ocasión»” (Hech 17,32).
Entre nosotros hemos pasado de vivir como pueblo bajo la inspiración
del evangelio y la moral católica a la descalificación del
mensaje cristiano. Se tiene la impresión fundada de que, para algunos
grupos influyentes sobre la vida social y la orientación de la cultura,
se trata de apartar al pueblo fiel de la fe de sus padres, calificándola
de visión del mundo sin fundamento científico y contraria
al afianzamiento y progreso de las libertades; y sobre todo, como un obstáculo
para lograr aquella modernidad que sólo sería posible mediante
la implantación del laicismo sin tolerar alternativa alguna.
El apartamiento del pastor de la vida pública
es el gran símbolo de su muerte sentenciada por la nueva ideología.
Una muerte incruenta del ministro de la palabra de Dios, que, en el marco
de una cultura relativista, no requiere su martirio físico, sino
tan sólo la inteligente neutralización de su presencia social,
evitando así que perturbe la pacífica posesión de
una opinión dirigida por el poder en una sociedad sin referencia
moral alguna de carácter transcendente.
Las lecturas que hemos escuchado hacen dos observaciones
que el verdadero cristiano no puede pretender desconocer: La primera con
relación a la carta de san Pedro que hemos escuchado como segunda
lectura: contra el parecer común de la gente, el sufrimiento de
Cristo crucificado entraba de lleno en el designio de Dios como medio de
redención de los pecados de los hombres, por eso Dios lo ha resucitado
de entre los muertos a Aquel, “que no cometió pecado ni encontraron
engaño en su boca” (1 Pe 2,22), para que, por el bautismo en su
nombre, a cuantos creen en él le sean perdonados los pecados. Se
cumple en Jesús la pasión del Justo, pues fué Dios
mismo quien incluyó en su designio el sufrimiento del mártir
sacrificado. Ya el libro de la Sabiduría contempla el sufrimiento
de los justos como crisol de purificación de sus conciencias con
el sacrificio de su vida, y a cambio, en el día final, “en el día
de la cuenta, los justos resplandecerán como chispas que prenden
en un cañaveral” (Sb 3,7).
El rechazo del mensaje de la cruz es tan sólo
ciencia aparente, sabiduría del mundo que Dios destruye con la necedad
de la cruz de Jesús. La cruz es revelación de una sabiduría
divina que el hombre no entiende sin la fe, si le falta conversión
al evangelio y permanece prisionero de sus pasiones y cautivo del pecado.
Dios pide la conversión del pecador y la conversión sólo
se puede dar prestando oído al mensaje del evangelizador, porque
“quiso Dios salvar a los creyentes, mediante la locura de la predicación”
(1 Cor 1,21). Por eso el rechazo del Evangelio trae consigo la persecución
del evangelizador, pero su sufrimiento forma parte de la predicación
de la palabra de Dios y de la llamada a la conversión.
Por otra parte, el martirio de los evangelizadores ha
sido siempre manifestación inequívoca de la resistencia culpable
de aquellos que rechazan el Evangelio, una resistencia a la palabra de
Dios que sólo se disculpa a quienes obran por ignorancia invencible,
sin que Dios cancele la llamada a su conversión al Evangelio. La
palabra de Dios, que reclama conversión, ilumina la inteligencia
y abre el corazón al amor de Dios. El hombre actual, que ha nacido
en una tradición de fe que repudia o ignora, llevado por una desmesurada
pasión de autosuficiencia, que le hace creer que la inteligencia
emancipada y moderna es incompatible con Dios, desoye la palabra divina
y se cierra a la salvación acontecida en la cruz de Jesús.
La cultura vigente, difundida desde el poder cultural
de los grupos sociales que gobiernan la opinión pública,
con el amparo cada vez más explícito del poder político
parece querer erradicar del ámbito público los signos de
la presencia de Dios. Se produce así una profunda contradicción
entre lo que se pretende promover: una sociedad abierta y democrática,
y el sometimiento programado del silencio de Dios en esa sociedad,
desterrando los signos y señas visibles de una tradición
histórica de fe imposible de reprimir; porque una sociedad que ha
sido cristiana, sin los signos de la presencia de Dios queda sin el amparo
de un sentido de la vida, conocido y amado, en el cual se ha crecido. Sin
Dios el hombre carece de otra esperanza que la frágil capacidad
de hacerse a sí mismo sin Dios, una quimera y un intento vano y
sin éxito posible, como acredita la memoria histórica reciente
del siglo XX, memoria que se reprime y se tergiversa deliberadamente por
la ceguera de la increencia y del odio a la fe.
Lo más duro de cuanto dice san Pablo es que “el
mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías
de perdición” (1 Cor 1,18), es decir, prisioneros de sí mismos
sin poder abrir la mente y el corazón para dar entrada a Dios en
su vida. Sin Dios es fácil burlar la ley, amparar la corrupción
y la inmoralidad de conducta en una sociedad que ha perdido el sentido
del pecado. Es fácil, porque, de cualquier modo, todo depende de
las relaciones de poder y de su control, para someter la ley y el orden
moral a los propios deseos y estrategias; y, al final, el triunfo aparente
es de quien tiene mayor capacidad de poder y control social y, por eso,
puede silenciar o reprimir cualquier aspiración que disienta aún
a costa de cometer injusticia.
El hombre de nuestras viejas sociedades, que parece conducirse
por el mero interés y desentenderse del valor moral de la vida,
necesita del retorno a los principios éticos y morales que la luz
de la razón y la revelación de Dios en Cristo le proporcionan.
En esta sociedad a la que hemos dado lugar llevados por el desinterés
por Dios y la pasión egoísta por el propio bienestar y el
sentido materialista de la vida, la Iglesia de Cristo cumple una función
que los responsables de la sociedad deberían apreciar: predicar
el Evangelio y, mediante la predicación, ofrecer al hombre actual
los valores religiosos y morales de la existencia, los valores que pueden
reconstruir un vida acorde con la dignidad del hombre y generar la paz
social.
Nos es obligado hacer esta reflexión en la fiesta
del Patrón de nuestra ciudad y de nuestra diócesis, porque
san Indalecio fué testigo del Evangelio y pidió la conversión
de sus oyentes a Cristo. San Indalecio puso con ello los cimientos de nuestra
Iglesia proclamando la doctrina apostólica. El Obispo evangelizador
plantó la Iglesia como luz que disipaba las tinieblas de la idolatría
y del paganismo, que hoy vuelve a renacer en tantas personas, cautivas
de ambientes profundamente alejados de la luz del Evangelio, donde se propician
modos de conducta hostiles a la fe cristiana por los partidarios de la
exclusión de Dios de la sociedad.
El hombre, sin embargo, no puede deshacerse de Cristo,
porque la vida humana se ilumina en él, en su palabra y en sus acciones,
en su persona divina. Contra ladrones y bandidos que abandonan las ovejas
cuando llega el lobo, y asalariados a quienes no les importan las ovejas,
Cristo es el Buen Pastor, que se deja conocer por sus ovejas entregando
su vida por ellas. Jesús ha dado la vida por nosotros y en su muerte
hemos sido salvados de nosotros mismos, de nuestro pecado y de nuestra
miseria. Por él, que es la puerta de las ovejas que conduce a los
pastos de la luz y de la vida, hemos conocido nuestro destino inmortal
y feliz. La resurrección de Cristo ha iluminado el corazón
del hombre con sus aspiraciones al bien y a la belleza, a la felicidad
plena, que sólo Dios puede ofrecer.
Que la fiesta de san Indalecio nos ayude a volver sobre
nuestra propia tradición cristiana, porque en ella Dios nos ofrece
ya en nuestra condición de peregrinos la esperanza de la meta a
la que el hombre aspira.
Que la santísima Virgen, a la que invocamos como
Nuestra Señora del Mar, estrella de la evangelización y guía
en las dificultades de la vida, interceda por nosotros amparando la oración
y súplica de nuestro Patrón ante su divino Hijo.
Lecturas bíblicas:
Hech 2,14a.36-41 Sal 22,1-6
1 Pe 2,20b-25
Aleluya: Jn 10,14
Jn 10,1-10
S.A.I. Catedral de la Encarnación
15 de mayo de 2011
+Adolfo González Montes
Obispo de Almería
HOMILÍA
EN EL DOMINGO VI DE PASCUA
Día de la procesión de San Indalecio Patrón de la
Ciudad y de la Diócesis de Almería
Lecturas: Hech 10,25-26.34-35.44-48
Sal 97,1-4
1 Jn 4,7-10
Jn 15,9-17
Queridos
sacerdotes miembros de Capítulo de la Catedral,
Ilustrísimas
Autoridades,
Religiosas
y fieles laicos:
La tradición religiosa de la Iglesia diocesana de Almería
honra al Patrón de la ciudad y de la diócesis en estos días
pascuales. Después de celebrar la fiesta litúrgica, es tradición
solemnizar el homenaje al Santo Patrón en el domingo más
próximo a su fiesta, celebrando misa estacional y procesión
con la imagen del Obispo fundador de la Iglesia de Urci, cuya predicación
la tradición remonta al tránsito de la primera a la segunda
generación apostólica. El Martirologio romano prefiere
identificar a nuestro Patrón juntamente con los otros seis Varones
apostólicos como obispos que rigieron y organizaron algunas iglesias
de la Hispania meridional hacia finales del siglo III. Estas iglesias han
conservado la memoria de su predicación y santidad. La posterior
tradición mozárabe recogida por las Actas del siglo VIII
cubrirá de trazos hagiográficos la historia de los obispos
fundadores de las Iglesias béticas. El carácter legendario
de estas Actas responde al adorno piadoso y legitimador del núcleo
histórico que ha visto en los obispos de las comunidades cristianas
de la Hispania romana de los primeros siglos la garantía de la transmisión
y preservación de la fe apostólica.
Entre
estos obispos santos, san Indalecio brilla como fundador de la primera
Iglesia almeriense, y la veneración de sus reliquias, anterior a
la invasión musulmana, da testimonio de la memoria de su santidad
e intercesión en favor de las comunidades cristianas de estas tierras;
y porque así nos la ha transmitido la tradición, nos congregamos
hoy para festejar su memoria. Queremos bendecir a Dios por el don admirable
de la fe en Jesucristo que san Indalecio predicó. Su fiesta es siempre
un momento de gracia, una moción del Espíritu que Dios
nos concede para que sepamos tomar el pulso a la situación de nuestra
fe y de nuestra fidelidad a la predicación apostólica, y
tomemos aliento para llevarla adelante. Un momento de gracia para recobrar
impulso y energía espiritual que nos ayude a seguir confesando a
Cristo en la sociedad de nuestro tiempo, ofreciendo un testimonio del Evangelio
que tenga en cuenta las urgencias y necesidades de nuestros días
tanto como la situación de alejamiento de la fe católica
de tantas personas que han sido bautizadas y, sin embargo, viven al margen
de la práctica de la fe y de la enseñanza magisterial de
la Iglesia.
Vivimos hoy una crisis social y cultural que pone en peligro la fe cristiana
y que es en gran parte resultado del abandono de los principios evangélicos,
aunque en ella convergen otros elementos. La libertad de movimiento de
ideas y concepciones es propia de una sociedad abierta y democrática,
pero eso no significa que todas las ideas y concepciones de la vida tengan
la misma legitimidad ante la razón y la conciencia, si no queremos
sucumbir a la dictadura del relativismo, para decirlo con palabras del
Papa Benedicto XVI. Sobre todo porque hemos conocido a Cristo y la luz
que la predicación evangélica arroja sobre el origen y el
destino del hombre.
Hemos de ser conscientes de que el relativismo lo impregna todo, y esto
explica por qué se trata de combatir la visión cristiana
de la vida para mejor imponer una ideología. Después de la
dictadura de los totalitarismos del pasado siglo XX, hoy se quiere imponer
una ideología contraria a la razón y la conciencia moral.
Para ello se presenta el cristianismo como un producto cultural superado
o en trance de superación, pero el evangelio no es producto de una
cultura cerrada sobre sí misma. Ni el cristianismo quiso ser nunca
patrimonio de una civilización occidental excluyente, sino un mensaje
de salvación ofrecido a todos los pueblos, a los que la Europa cristiana
llevó la luz del Evangelio. El mensaje cristiano es universal por
su misma naturaleza, tal como acabamos de escuchar en la lectura del discurso
de Pedro en casa del centurión romano Cornelio: “Está claro
que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia,
sea de la nación que sea” (Hech 10,34).
En estos domingos de Pascua he vivido como verdadera gracia el bautismo
de más de sesenta catecúmenos africanos y de algunos europeos
e hispanos. Todos ellos han encontrado en Cristo al Mesías y al
Salvador de la humanidad, al Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. Todos
han reconocido en Jesús la revelación con alcance universal
del Dios único, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Todos
han visto en el Dios de Jesús al señor del destino del hombre,
cuyo poder está por encima de las vicisitudes de la historia humana.
Los nuevos cristianos han comprendido la enseñanza de la primera
carta de san Juan, que acabamos de escuchar: “En esto se manifestó
el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo
único, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4,9).
El hombre, en verdad, no puede vivir si no es por medio de Cristo, vida
y salvación del mundo. Lo hemos escuchado en este tiempo de Pascua:
Jesús es la vid que nutre los sarmientos que de ella reciben la
savia vivificadora, sin cuyo alimento los sarmientos no tienen otro destino
que secarse, morir: “El que permanece en mí y yo en él, ese
da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera como el sarmiento,
y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden” (Jn 15,5-6).
Jesús habla de permanecer en él, recibiendo de la luz y la
vida que él es la iluminación y el sustento que nutre nuestra
vida. No basta invocar las tradiciones históricas para mantenerse
como cristianos, es necesario para permanecer en Jesús, guardar
sus mandamientos, como dice el evangelio de san Juan que ha sido proclamado.
Jesús llama amigos a sus discípulos porque les ha dado cuanto
ha recibido del Padre; y ruega al Padre para que permanezcan en la comunión
que se da entre el Padre y el Hijo cumpliendo sus mandamientos. Es imposible
permanecer en la amistad de Cristo sin cumplir su palabra y sus mandamientos.
No es posible que quienes se dicen cristianos y acuden a las manifestaciones
públicas de la fe cristiana, como las grandes concentraciones procesionales
que hemos vivido la pasada Semana Santa, pretendan una unidad con Cristo
que destruyen con sus hechos y palabras. Resulta contrario a la fe profesada
vivir contra el mandamiento de Cristo sobre la unidad del matrimonio, sobre
el cual se fundamenta la unidad de la familia. Es asimismo contrario a
la voluntad de Cristo, que quiso que sus discípulos fueran luz y
sal de la tierra, separar la fe de la Iglesia de la acción social
o política. Es incompatible con la fe cristiana, y también
es incompatible con la razón y la más elemental conciencia
moral, la ceguera con la que se pretende revestir el aborto libre y procurado
como supuesto derecho de la mujer. Nadie tiene derecho a eliminar a ningún
ser humano en gestación, una acción que el Vaticano II califica
de «crimen nefando» (Vaticano II: Const. Gaudium et spes,
n. 51); y si una ley moralmente injusta lo ha despenalizado en algunos
supuestos, jamás podrá ser revestido de derecho de nadie.
Que el mal se extienda por la geografía de Europa no es argumento
alguno para legitimar su implantación donde no se dé o se
dé en menor grado. Semejante argumento, falaz a todas luces, podría
hacernos pensar en la bondad de la infección ideológica que
en el pasado siglo expandió en las sociedades europeas los más
crueles totalitarismos. Las pandemias no parece que sean un argumento para
legitimar la bondad de las infecciones contagiosas.
El aborto mata la vida concebida y no nacida de millones de seres humanos
en este siglo del progreso técnico y de cuya sensibilidad ecológica
cabría esperar lo contrario. Acusar de hipocresía moral a
quienes por imperativos de conciencia éticos defendemos la vida
de los no nacidos, con fundamentos racionales y religiosos, es una descalificación
injusta privada de toda legitimidad democrática. Porque no tiene
valor argumentativo alguno apelar a las cifras de los embarazos no deseados
que ponen bien de manifiesto la falta de una auténtica humanización
de la sexualidad y la ausencia de una verdadera educación moral
de los adolescentes y jóvenes en campo tan determinante de la vida,
mientras todo se reduce a paliar los efectos de la promiscuidad y a promover
de forma irresponsable la banalización de la sexualidad.
Tampoco es aceptable en una sociedad abierta pretender callar la libertad
de expresión, como ha sucedido ya, con la pretensión de dictaminar
políticamente qué es y no es conforme con la ciencia. Esto
sí es un acto inquisitorial e impropio de quienes han pretendido
reprobar las palabras del Santo Padre, que, además, no han sido
reproducidas ni en su tenor literal ni en su contexto. ¿Por qué
tanta animadversión y odio de algunos sectores sociales minoritarios
pero influyentes contra la Iglesia Católica? ¿Quizá
porque la Iglesia no se aviene a las pretensiones de quienes se sirven
de las instituciones públicas y de los medios de comunicación
para imponer una moral relativista? Estas acciones y situaciones
que menoscaban la luz de la razón y la libertad religiosa, y que
se revisten de conquistas de supuestos derechos, deben ser combatidas con
libertad y valor moral por los cristianos que ocupan responsabilidades
públicas, haciendo valer la razón de sus argumentos y el
dictamen moral de su conciencia.
Los poderes públicos tienen el deber de proteger a la mujer para
que no se encuentre sola ante la tentación del aborto, aplicar medidas
sociales justas y de protección de la vida, amparando los derechos
que asisten a todos los niños en gestación y no nacidos:
derechos personales que son inalienables y requieren una particular defensa
por el estado de máxima debilidad e indefensión en que se
encuentra el sujeto de estos derechos. Esta es una empresa de amor y testimonio
cristiano, que hemos de estar dispuestos a llevar adelante en favor de
la vida. Hemos de hacerlo contra una cultura de la muerte que avanza socialmente
con el apoyo de poderosos medios de influencia sobre la opinión
pública dejando en situación de indefensión tanto
a los niños concebidos y no nacidos como a sus madres, cuya alma
queda insoportablemente herida con el aborto. No es alternativa la defensa
del no nacido y la defensa de la madre. Van unidas en una sociedad justa
y socialmente sensible al valor trascendente de la vida que nos llega por
el don de la maternidad.
En este año de oración por la vida, se lo pedimos a la santísima
Virgen y a nuestro Patrón san Indalecio, para que la intercesión
de la Madre del Hijo de Dios, nacido de su vientre, a la que se une la
oración de nuestro Patrono, nos alcance la fidelidad a Cristo y
todos nos sintamos movidos a defender la vida y a amparar a las madres
que la dan a luz, mediante un acompañamiento personal y social que
las ayude siempre contra la soledad y el abandono.
S.A. Catedral de la Encarnación
Almería, a 17 de mayo de 2009
+ Adolfo González Montes
Obispo de
Almería
HOMILIA
FIESTA DE SAN INDALECIO
PATRONO DE LA CIUDAD Y DIÓCESIS DE ALMERÍA
Lecturas: Is 52, 7-10
Sal 95,1-3.7-10
2 Cor 4,1-2.5-7
Lc 5,1-11El patrocinio de san Indalecio
sobre la Ciudad y diócesis de Almería viene de nuevo a congregarnos
para la celebración festiva y solemne de la Eucaristía. Independientemente
de los datos pormenorizados de la historia, San Indalecio es de hecho el
Obispo evangelizador que dió origen a nuestra Iglesia en la Hispania
romana en el tránsito del siglo I al siglo II. Si la tradición
de los varones apostólicos tiene su fundamento histórico,
éste no es otro que los hechos sucedidos. España
fué muy pronto destinataria de la predicación de los
discípulos de los Apóstoles, entre los que hay que colocar
al Obispo fundador de nuestra Iglesia, sea porque, en efecto, fue discípulo
inmediato de los mismos Apóstoles; sea porque san Indalecio
predicó el evangelio en aquel contexto espiritual y misionero en
el que se movieron los evangelizadores que sucedieron a la generación
apostólica. Con la palabra de Cristo por todo equipaje,
esa generación inmediata a la apostólica se entregó
a la misión divina de predicar el evangelio afrontando desplazamientos
cada vez más lejanos. Fue así como los primeros evangelizadores
alcanzaron el Portus Magnus de la costa sur del Mediterráneo,
si es que no fué Cartago Nova el único
puerto de entrada del cristianismo en el sur de la Península. La
fe plantada por aquellos predicadores de Cristo, muchos de los cuales
hubieron de sufrir el martirio ratificando con
su sangre la palabra proclamada, habría de dar frutos
abundantes en tan sólo dos siglos. Los testimonios documentales,
las crónicas y los monumentos dan fe de la expansión y del
asentamiento del evangelio de Cristo en la Hispania romana del siglo III
después de Cristo. Luego vino la ordenación canónica
y la institucionalización del cristianismo. Los obispados, las iglesias
y los monasterios configuraron un cristianismo, primero hispanorromano
y después visigótico, con influencia bizantina en el sur
oriental.Por destino de la historia la Iglesia plantada y asentada
hasta entonces durante más de seis siglos se vió bruscamenteamenazada
por la invasión y la dominación musulmana. La reconquista
hizo posible el retorno de la fe de Cristo a estas tierras, que primero
fueron cristianas. Se cumplen ahora los 500 años de la erección
canónica de más de cuarenta parroquias almerienses. Cinco
siglos de fe, que queremos celebrar a lo largo de este año en espíritu
de acción de gracias y que, gracias a la colaboración y apoyo
de las instituciones sociales y de las corporaciones municipales, será
un centenario que no va a pasar inadvertido.Damos gracias a Dios
todopoderoso, verdadero Señor de la historia, a quien están
sometidos los tiempos y las generaciones, igual que los poderes humanos,
por la fe recibida y conservada hasta hoy. Sabemos que la transitoriedad
de las dificultades nos permite fundar nuestra esperanza en lo único
perenne y duradero: el verdadero poder de Dios y el señorío
de Cristo sobre los acontecimientos. Esta esperanza nos da paz y sosiega
la inquietud que generan los avatares de la historia, a veces causa de
inmenso dolor para los pueblos, que nunca terminan de aprender de sus errores
culpables. Sin esta
esperanza trascendente
sería difícil afrontar la pérdida de los valores y
la falta de otro sentido para la vida que no sea el que discrecionalmente
se quiera imponer desde los resortes del poder y los centros creadores
y divulgadores de la opinión pública.Sin embargo,
las palabras del profeta Isaías son claras:“La hierba se seca, la
flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre”
(Is 40,8). Si Dios ha dado el poder a Cristo su Hijo, podemos comprender
las palabras de Jesús: “Los cielos y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán” (Lc 21,33). Fiarse de la palabra de
Cristo es el principio de la fe, y la fe produce la vida eterna.
Jesús quiso hacer de Pedro y de los apóstoles
pescadores de hombres, trocando las redes marinas
por la proclamación de la palabra, por la predicación
del Evangelio. Para ello quiso afianzar sobre su palabra la acción
apostólica de sus discípulos. El evangelio de san Lucas
nos cuenta que Jesús les ordenó echar las redes de
nuevo, después de haber pasado una noche infructuosa pescando
sin haber cogido nada. Pedro, a la voz del Señor respondió:
“... por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5,5). El evangelista
continúa: “Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan
grande que reventaba la red” (v.6).Sólo quien se fía
de la palabra de Jesús accederá a la pesca milagrosa. Dios,
que comienza la obra buena otorgando el don de la fe que llega con
la predicación, la lleva a término con los frutos abundantes
de la conversión. Perder la fe es exponerse a cosechar las redes
vacías. Pero san Pablo nos dice que la fe viene de
la predicación, y que ésta es necesaria para poder invocar
el nombre de Dios y salvarse por la fe en el evangelio de Cristo: “Pero
¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído?
¿Cómo invocarán a aquel a quien no han oído?
¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo
predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán
hermosos son los pies de los que anuncian las buenas noticias!” (Rom 10,14-15).
El Apóstol recoge las palabras que hemos escuchado a
Isaías en la primera lectura describiendo la hermosura de
los pies sobre los montes de los mensajeros de la salvación: “Qué
hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz,
que trae la buena nueva, que anuncia la salvación (...) y verán
los confines de la tierra victoria de nuestro Dios” (Is 52,7). San
Indalecio como los varones apostólicos que afrontaron la misión
de Hispania e hicieron los primeros discípulos que prolongaron
su obra fueron los mensajeros de la primera hora, los sembradores
de paz, no la paz del armisticio entre partes hostiles, sino la
paz
reconciliadora del perdón de Dios por la sangre de Cristo,
la paz redentora que es la misma salvación ofrecida como don y entrega
divina al mundo.La siembra fué acompañada
de la persecución y el martirio, siempre testimonio fehaciente
de una esperanza que va más allá de lo que los hombres podemos
prometer y esperar de nosotros mismos. Por eso, las dificultades hicieron
exclamar
a san Pablo: “Pero no todos obedecieron a la Buena Nueva”,
y recurriendo de nuevo al profeta Isaías añade: “Porque Isaías
dice: «¡Señor, ¿quién ha creído
a nuestra predicación?». Por tanto la fe viene de la predicación,
y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom 10,16-17).
Los pastores de la Iglesia, y con ellos todos los cristianos,
hemos de ser muy conscientes de que la predicación es necesaria
para la fe, pero la predicación encuentra dificultades de continuo.
Siempre hay una amenaza sobre la predicación, por eso san Pablo
tenía que advertir a su colaborar e hijo en la fe el Obispo Timoteo:
“Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza,
exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en
que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados
por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros
por el prurito de oír novedades;
apartarán sus oídos
de la verdad y se volverán a las fábulas” (2 Tim 4,3-4).Vivimos
tiempos, en efecto, en que el relativismo de nuestra cultura
no soporta la predicación del evangelio, pero no por eso hemos de
sucumbir al espíritu del tiempo. Los cristianos estamos llamados
a dar testimonio de la verdad, como lo hizo Cristo ante Poncio Pilato (cf.
1 Tim 6,14). El predicador del evangelio de Cristo tiene que afrontar la
oposición que encuentra la exposición de la verdad y padecer
las consecuencias que la predicación trae consigo, pero no por eso
puede renunciar a su misión, porque el encargo que ha recibido
de Dios le impide el acobardamiento como le impide predicarse a sí
mismo. No es la predicación un discurso impositivo sino la propuesta
que hace a los hombres de parte de Dios, y por eso mismo, el que predica
inevitablemente apela a la autoridad del que le envía. Pues dice
el Apóstol de las gentes: “Porque no nos predicamos a nosotros,
predicamos que Cristo es Señor, y nosotros, siervos vuestros por
Jesús” (2 Cor 4,5).San Pablo nos recuerda que quienes hemos
sido iluminados con la luz de la fe no podemos oscurecer esta luz ni apagarla,
sino iluminar con ella a los demás “dando a conocer la gloria
de Dios reflejada en Cristo” (2 Cor 4,6). ¿Cómo podemos
llamarnos cristianos y renunciar a iluminar la vida con la luz de Cristo,
Palabra de Dios y “luz verdadera que ilumina a todo hombre viniendo a este
mundo?”( Jn 1,9). Evangelizar es dar testimonio de la verdad que es Cristo
en quien ha brillado la luz de la vida sin que las tinieblas hayan podido
vencerla (cf. Jn 1,5). Pongamos, pues, en Cristo la esperanza de la victoria
de la luz sobre toda la oscuridad, y confiando en las palabras de Cristo
recordemos a los hombres de nuestro tiempo que Cristo es la verdad y que
conocerle a él es conocer la verdad y “la verdad que hace libres”(Jn
8,32). Lo más grave de nuestros días es que, después
de haber sido iluminados con la luz de Cristo no queramos permanecer en
él y desoigamos sus admonitorias palabras y su advertencia: “Caminad
mientras tenéis luz, / para que no os sorprendan las tinieblas;
/ el que camina en las tinieblas, no sabe a dónde va. / Mientras
tenéis la luz, / creed en la luz, / para que seáis hijos
de la luz” (Jn 12,35b-36).
Estas palabras de Cristo nos advierten del pecado contra el
Espíritu Santo, cuya efusión sobre la Iglesia celebramos
una vez más en este nuevo Pentecostés. Sólo es
pecado sin perdón el pecado contra el Espíritu Santo,
de ahí la extraordinaria gravedad moral en que inciden quienes se
empecinan en invertir el orden de la creación asequible a la luz
natural de la razón, y el pecado que representa oponerse a la luz
con la que la revelación de Cristo ilumina la vida de los seres
humanos. La luz con la que san Indalecio y los misioneros apostólicos
que plantaron la Iglesia entre nosotros iluminaron la vida de Hispania,
a cuyo resplandor hemos vivido.Que la santísima Virgen
María quiera defendernos de huir del resplandor luminoso de la verdad
revelada. A ella confiamos, en este año de la Inmaculada,
el cuidado de nuestra Iglesia diocesana de Almería y le pedimos
que ampare la fe que profesamos y que deseamos alimentar en la exposición
de la palabra revelada y en la celebración de la Eucaristía.
S.A.I. Catedral de la Encarnación
14 de mayo de 2005
San
Indalecio
Fundador de la Iglesia de Almería
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
PARAULES DE SALUTACIÓ DE MONS. JAUME PUJOL
BALCELLS, NOU ARQUEBISBE METROPOLITÀ DE TARRAGONA I PRIMAT,
EN LA SEVA ORDENACIÓ EPISCOPAL I PRESA DE POSSESSIÓ DE L’ARXIDIÒCESI
DE TARRAGONA
Catedral de Tarragona, 19 de setembre de 2004
«El bon pastor dóna la vida per les
seves ovelles» (Jn 10,11)
Salutacions i agraïments
Estimats germans en el Senyor, M’agradaria
que les meves primeres paraules a l’arxidiòcesi fossin un cant d’acció
de gràcies a Déu. Amb sant Pau us convido
a dir: «Beneït sigui el Déu i Pare de nostre Senyor
Jesucrist, Pare entranyable i Déu de tot
consol.
Ell ens conforta en totes les nostres adversitats, perquè nosaltres
mateixos, gràcies al
consol que
rebem de Déu, sapiguem confortar els qui passen alguna pena»
(2Co 1,3-4).
Primer de tot envio una salutació
molt cordial als fidels de l’arxidiòcesi de Tarragona, de la
qual fa uns moments he pres possessió. Voldria que arribés
a tots i a cadascun d’ells: en primer lloc als components del Capítol
de la Catedral i del Col·legi de Consultors, a tots els preveres
i diaques, religiosos i religioses, laics i laiques, i molt especialment
a tots els malalts i a tots els qui pateixen, i a les parròquies,
moviments i associacions de l’arxidiòcesi. I, amb ells, a tots els
qui m’acompanyeu aquí en aquest dia.
Un saludo y agradecimiento especial al Sr.
Nuncio Apostólico, Mons. Manuel Monteiro de Castro, que ha presidido
mi ordenación episcopal: deseo que haga llegar mi afecto y unión
a Su Santidad Juan Pablo II, «principio y fundamento perpetuo y visible
de unidad» (LG 27). Gràcies a Mons. Lluís Martínez
Sistach, arquebisbe de Barcelona i antecessor meu a l’arxidiòcesi
de Tarragona. Gracias también a Mons. Javier Echevarría,
obispo prelado del Opus
Dei, por su presencia en estos momentos tan importantes para mí:
quiero agradecer aquí, públicamente, los incontables bienes
espirituales que he recibido a lo largo de más de cuarenta años
en el Opus Dei. He de donar les gràcies també a Mons.
Joan Enric Vives, bisbe de la diòcesi d’Urgell, on vaig fer els
primers passos en la fe; a Mons. Xavier Salinas, bisbe de Tortosa,
que és el bisbe sufragani més antic de la província
eclesiàstica Tarraconense; als altres bisbes sufraganis i als
bisbes germans de la província eclesiàstica de Barcelona,
amb els qui formem la Conferència Episcopal Tarraconense.
Agradezco muy especialmente la presencia del presidente de la Conferencia
Episcopal Española, cardenal D. Antonio María Rouco Varela;
de los señores cardenales presentes, arzobispos y obispos, dels
abats de Montserrat i Poblet, de los sacerdotes y diáconos y de
todas las personas consagradas.
El meu agraïment i salutació
va dirigit també a l’Honorable Conseller en Cap de la Generalitat
de Catalunya, Sr. Josep Bargalló; a l’Il·lustríssim
Alcalde de Tarragona, Sr. Joan Miquel Nadal, i a totes les autoritats civils
i militars que han tingut l’amabilitat de fer-se presents en aquest acte.
Saludo els meus germans i tots els membres
de la meva família. No vull deixar passar aquest moment sense
recordar amb afecte els meus pares, Ramon i Carme, ja difunts, que van
saber plantar en mi la llavor de la fe cristiana per tal que arrelés
fermament, junt amb un amor molt gran a la meva terra catalana, als nostres
costums i a la nostra gent. Ells em van ensenyar a estimar, a perdonar
i a posar sempre Déu davant de tot. Podeu estar segurs que a ells
—perquè van plantar aquesta llavor divina— els dec ser avui aquí.
Quina
vocació més gran tenen els pares de família!
Un saludo a todos los que habéis
venido de fuera de Cataluña, especialmente de Navarra, donde dejo
muchos recuerdos y amigos, y de donde me traigo tantas cosas buenas.
Passat, present i futur
Joan Pau II, en acabar el Jubileu de l’Any 2000, ens convidava «a recordar amb gratitud el passat, a viure amb passió el present i a obrir-nos amb confiança al futur» (NMI 1).
Recordar amb gratitud el passat
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BENVINGUDA AL NOU ARQUEBISBE, MONS JAUME PUJOL BALCELLS
V Senyor
Nunci Apostòlic, president de la celebració; Senyor Arquebisbe
electe, pastors de l’Església, autoritats, representacions, germans
i germanes. Permeteu-me una salutació més específica
als preveres, diaques, religiosos i laics i laiques de l’arxidiòcesi
de Tarragona, presents o que segueixen la celebració per mitjà
de pantalles o de la televisió Més Tarragona. Mereixeu
estar en llocs millors en aquesta Catedral, però com que hem
de ser acollidors els cedim als qui han vingut ocasionalment per a aquesta
celebració.
Senyor Arquebisbe electe, sigueu benvingut
a aquesta venerable Església de Tarragona, metropolitana i primada
de les Espanyes, com ho heu acceptat solemnement
fa uns instants.["JURO DEFENSAR
EL PRIMAT DE L' ESPANYES"] Sou a la que des d’ara serà
la vostra Catedral. Sereu una anella més en la successió
de Fructuós. Com vaig dir
en el comiat del vostre predecessor, l’arquebisbe Lluís Martínez
Sistach, avui coconsagrant, aquesta Església és senyora,
com ho és amb sobrietat aquesta Catedral que ens acull, sense oripells,
i no és mesquina. Per això la vostra persona ha de
rebre un acolliment cordial i generós. I així ho fem.
Veniu a una Església venerable que, segons una tradició més
que atendible, és un dels llocs on s’ubica la realització
del propòsit de sant Pau d’anar a Hispània, manifestat a
la carta als Romans (15,24.28); una
Església ben organitzada en el segle III i estimada fins
i tot pels pagans, com consta a les primeres actes martirials de la península
ibèrica, que narren el martiri del bisbe Fructuós i els seus
diaques Auguri i Eulogi, al mateix amfiteatre actual de la ciutat de Tarragona.
El
bisbe d’aquesta Església, Himeri, rep al segle IV, l’any 385, la
primera decretal del papa Sirici a occident amb les funcions que són
ben bé de metropolità i de primat envers les províncies
d’Hispània, i el mateix fa el papa Hilari al bisbe Ascani els anys
464 i 465. Tarragona era una Església cultualment important en el
primer mil·lenni, com es desprèn de l’Oracional de Verona.
Amb
la invasió musulmana, sant Pròsper va haver de fugir a la
Ligúria italiana. Aquesta Església va ser restaurada després
de la conquesta cristiana per la butlla del papa
Urbà II Inter primas Hispaniarum
urbes de 1091. Segurament que té la història
més brillant de tota l’Església universal de convocatòria
de concilis provincials: des dels concilis provincials del primer mil·lenni,
passant per ser la primera província eclesiàstica en tota
l’Església que va fer la recepció
del
concili de Trento, fins a l’últim concili provincial
Tarraconense de l’any 1995, que necessita una més intensa aplicació
i que és ben bé
una recepció
del concili ecumènic Vaticà II. És
una Església capdavantera en la devoció al Sagrat Cor i la
primera a tot Espanya que va fer la processó de Corpus, en
concret a Valls; una Església que ha promogut que
en el credo del símbol dels Apòstols, quan afirmem que creiem
en l’Església catòlica, hi afegim apostòlica
i romana, com expressarem després
en cantar-lo; una Església que ha tingut arquebisbes il·lustres
com sant Oleguer, Antoni Agustín, el cardenal Cervantes de Gaeta,
López Peláez, el bisbe auxiliar màrtir Manuel Borràs…
només per citar-ne alguns —tenint presents els més recents—,
que van tenir un paper important en aquella guerra fratricida del 36 al
39 del segle passat, ja que els dos capdavanters de posicions diferents
de l’Església en aquell moment eren fills d’aquesta arxidiòcesi:
el cardenal Gomà, de la Riba, i el cardenal Vidal i Barraquer,
de Cambrils. És una Església que ha tingut, al llarg de la
història, com a sufragànies, les seus metropolitanes
de Pamplona, Burgos, Saragossa, València i, últimament, Barcelona;
una Església que, com deia en el comiat esmentat a l’arquebisbe
Lluís, de vegades ha sofert el martiri
per ser Església i també per ser fidel al país,
complint un deure elemental de cada Església particular; una Església,
finalment, que també ha sofert el martiri força dolorós
de la incomprensió, més dolorós encara quan prové
de qui hauria de ser més comprensiu. Sr. Arquebisbe
electe, aquesta Església acull generosament la vostra persona i,
com que creiem en l’eficàcia dels sagraments, quan haureu rebut
la plenitud del sacerdoci i us haureu assegut a la seu de Fructuós
sereu el nostre pare i pastor. Sabeu molt bé que veniu en un moment
delicat. Necessitem una tasca profunda de comprensió i d’acceptació
d’uns i altres, de fraternitat, de pau i de serenor. En els dos mesos que,
per confiança del Col·legi de Consultors, he actuat d’administrador
diocesà, he constatat que molts preveres i seglars han treballat
per la unitat, la concòrdia, la serenitat i la pau. Crec que l’últim
servei que he de fer com a administrador és dir-vos que trobareu
persones cofoies, altres d’indiferents, però també n’hi ha
moltes
de profundament afectades en el seu sentit de comunió eclesial i
de pertinença a l’Església. Les qui més m’han
preocupat són les que estan afectades en el silenci solitari
de la seva consciència. I totes són Església de
Tarragona, Església que se sent qüestionada pel fet
que, vivint com vivia amb normalitat, per nomenar
el seu pastor s’ha seguit un
procediment tan extraordinari.
Malgrat tot, invito tots els diocesans a respondre amb actituds humanes
i cristianes madures. Tots hem de donar respostes evangèliques de
perdó i d’amor. Aquestes paraules volen ser un humil servei a l’Església
de Tarragona; les hem reflexionat els membres del Col·legi de Consultors,
que, per responsabilitat i obediència, exercirem la funció
que se’ns demana en aquesta celebració.
Sr. Arquebisbe, sigueu artífex entre
nosaltres de concòrdia, de fraternitat, de pau i de comunió
eclesial. Voleu ser l’arquebisbe de tots. N’esperem signes clars. Hem preparat
tan bé com hem sabut la vostra consagració episcopal. Hem
invitat els arxidiocesans a fer una recepció de la vostra persona
amb sentit eclesial profund. A tots ens ha de moure el bé d’aquesta
Església de Tarragona, que ha de continuar fent el seu camí
amb fidelitat al Déu vivent i veritable, l’únic que mereix
tot honor i tota glòria. Senyor Arquebisbe, sigueu benvingut.
Mn. Miquel Barbarà Anglès,
administrador diocesà sede vacante
Catedral, 19 de setembre de 2004
SALUTACIÓ
DEL SENYOR ARQUEBISBE, MONS. JAUME PUJOL BALCELLS A L’ALCALDE DE TARRAGONA
Moltes gràcies, Senyor Alcalde, per les paraules de salutació
i benvinguda que m’heu adreçat en nom de la Corporació Municipal
i de tots els tarragonins en la meva arribada a la ciutat de Tarragona,
capital d’aquesta arxidiòcesi metropolitana
i primada.
Des d’ara seré ciutadà d’aquesta
ciutat. Seré un ciutadà vostre. I us puc dir que estic content
de formar part d’aquesta ciutat tan plena d’història.
L’imperi romà la va fer una gran capital, de les més
importants de tot l’imperi. Dins
del recinte murallat, als peus del que era la zona religiosa, em sembla
sentir el ressò de la predicació de sant Pau, que, segons
una tradició atendible i venerable, va predicar en aquest
lloc, on se situa la realització de la seva decisió de visitar
Hispània, tal com ho manifesta en la seva carta als Romans (Rm
15,24-28). Vinc a la ciutat
del bisbe màrtir sant Fructuós i dels seus diaques Auguri
i Eulogi. Hi vinc amb la missió
de sant Pau i com una anella més de la successió
de sant Fructuós, en compliment de la seva proclamació solemne
que no ens mancaria pastor, feta abans del martiri a l’amfiteatre d’aquesta
ciutat. Fructuós va ser un bisbe molt estimat no solament
pels cristians sinó també per tots els ciutadans. Amb la
meva missió de bisbe i des de la meva missió de bisbe vull
ajudar també a cercar el bé de tota la ciutat. Cadascú
des de la nostra missió hem de fer una aportació al bé
comú. Hem de treballar per una ciutat que sigui rica en valors humans
i cristians, en la promoció dels valors del regne de Déu,
un regne de veritat i de vida, regne de santedat
i de gràcia, regne de justícia,
d’amor i de pau. Els fidels de l’Església catòlica
tenim una gran aportació a fer a la ciutat de Tarragona, que no
viu només del record de la seva història passada, sinó
que viu un moment intens de transformació en tots els aspectes i
que viu oberta i esperançada vers un futur que desitgem realment
millor per a tots els ciutadans i ciutadanes. La nostra Església
està fent una contribució important al bé comú
de la ciutat amb les seves institucions pastorals, els seus centres docents,
la seva preocupació per la joventut, el seu suport a la família
i la seva llarga acció a favor de molts col·lectius que realment
la necessiten: persones pobres, persones soles, persones malaltes, persones
que en certs moments de la vida esperen una mà amiga que les ajudi
en el seu fatigós camí.
Us agraïm que valoreu aquesta acció,
que és fruit de la propagació i vivència del missatge
evangèlic. El Déu veritable
és Déu d’amor i de pau. És Déu Pare
que ens fa veure en cada home i en cada dona un germà i una germana.
És Déu Pare que vol el bé de cada fill i filla i que
ens crida a una plenitud de vida capaç de satisfer els anhels més
profunds que bateguen en el cor humà. Des de la meva missió
de pare i pastor desitjo que la bona nova de la salvació arribi
a cada ciutadà que vulgui obrir a Crist les portes del seu cor en
bé de totes i cada una de les persones i de la nostra estimada ciutat
de Tarragona.
Moltes gràcies
PARAULES
DE SALUTACIÓ DE L’ALCALDE DE TARRAGONA A MONS. JAUME PUJOL BALCELLSARAULES
DE SALUTACIÓ DE L’ALCALDE DE TARRAGONA A MONS. JAUME PUJOL BALCELLS
EXCEL·LENTÍSSIM I REVERENDÍSSIM
SENYOR
ARQUEBISBE I PRIMAT,
Us dono la benvinguda en aquesta ciutat, Tarragona, que des d’ara és
també la vostra. Us la dono personalment i com a representant dels
ciutadans de Tarragona. De tots, sense exclusions: tant dels catòlics
creients i practicants, com dels altres cristians i, també, dels
no cristians.
El "Llibre d’entrades de reis i virreis
i d’alguns privilegis" que es conserva en el nostre arxiu municipal
documenta el protocol amb el qual la ciutat acostumava a rebre
solemnement els arquebisbes d’ençà el segle
XIV.
Ara, a l’inici del segle XXI, Tarragona
manté la tradició de donar una solemne rebuda en l’entrada
d’un nou arquebisbe. Avui, és obvi que la societat civil de Tarragona
no conserva el mateix esperit corporatiu i gremial de l’època medieval
i de l’època moderna, però la ciutat no oblida aquella
vella tradició.
L’arxidiòcesi de Tarragona és
seu de la Santa Església Catedral Basílica
Metropolitana i Primada de les Espanyes,
la qual cosa li confereix un caràcter especial i la converteix en
el referent i pilar
fonamental de l’Església catalana.
En aquest sentit, cal continuar l’herència del concili provincial
Tarraconense impulsat per l’arquebisbe Dr. Ramon
Torrella. El seu predecessor, l’arquebisbe Dr. Lluís
Martínez Sistach, en el seu discurs de presa de possessió,
també es va comprometre a aplicar les resolucions conciliars.
Vull recordar expressament que l’Església
de Tarragona ha tingut una tradició insigne mentre es va
poder desenvolupar amb llibertat, és a dir, mentre Catalunya va
conservar el seu règim propi i les seves institucions. En són
una prova contundent els nombrosos concilis i sínodes d’aquesta
província eclesiàstica, documentats des de l’any 598,
els quals van perdurar fins al segle XVIII, o sigui, fins la pèrdua
de les nostres llibertats nacionals i la imposició de l’absolutisme,
que també va afectar l’Església. Estic parlant d’un conjunt
impressionat de més de 160 concilis que honoren altament la nostra
seu metropolitana, l’Església catalana, l’Església universal,
l’Església
especialment tarraconense.
La millor tradició
dels nostres prelats ha estat justament la fidelitat i l’amor a la terra.
L’Església a Tarragona, conduïda pel seu arquebisbe, ha de
connectar amb tots els sectors de la societat, creients o no, per a treballar
per una millor justícia social. I és amb aquest
esperit
cordial, fraternal i de col·laboració
que us dono la
benvinguda. La vostra austeritat en la vida personal, la generositat en
la dedicació i la sinceritat espiritual han de servir als cristians
per sumar i cohesionar, no per fragmentar o per excloure.
Personalment desitjava tenir un arquebisbe
català. El desig s’ha complert. Tenim un nou arquebisbe
català, sensible, per tant, a reconèixer i defensar la
identitat de Catalunya i de l’Església catalana.
Tarragona espera molt de vós, perquè
estic segur que enteneu la necessitat de mantenir-la dignament en la
preeminència que li correspon històricament
i que mai més no ha de perdre, sinó que encara ha d’augmentar,
seguint l’exemple dels vostres més destacats
predecessors.
El reconeixement de la figura de l’arquebisbe
com a guia i mestre de tots els cristians de l’arxidiòcesi de Tarragona
implica que la vostra tasca apostòlica
s’adapti als principis i valors arrelats en la nostra societat durant les
últimes dècades.
Excel·lentíssim i Reverendíssim
Senyor, la ciutat de Tarragona us dóna la benvinguda i us desitja
que tingueu una fructífera labor apostòlica
entre tots nosaltres.
Benvingut i per molts anys!Joan Miquel
Nadal i Malé, Alcalde de Tarragona
Homilia
de Mons. Lluís Martínez Sistach, arquebisbe de Barcelona,
en la missa d’inici del seu pontificat.
Basílica de Santa Maria del Mar, 18 de juliol de 2004
Amb goig inicio avui el meu ministeri episcopal en aquesta estimada Església
metropolitana de Barcelona en la qual he rebut el baptisme —aquesta Basílica
de Santa Maria del Mar m’ho recorda entranyablement—, la vocació
sacerdotal, el ministeri presbiteral i episcopal. Vinc a tots vosaltres
amb una actitud d’agraïment i perquè prengueu possessió
de mi. Sóc ben conscient que l’encàrrec que el Sant Pare
m’ha confiat consisteix a estimar i servir aquesta Església que
té unes arrels antiquíssimes
i que fretura per ser sempre fidel al Senyor per tal d’anunciar la bona
nova de Jesús als homes i dones de la nostra societat.
La paraula de Déu d’aquest diumenge il·lumina de manera ben
diàfana el ministeri del bisbe diocesà i el treball de tots
els membres de la nostra Església diocesana. L’apòstol
Pau ens ha dit que és servidor de l’Església perquè
Déu li ha confiat la missió d’anunciar Jesucrist a tothom,
sense fer distincions. El servei més preuat del bisbe és
l’anunci creient, fidel i joiós de Jesucrist.
El Senyor m’envia a vosaltres a evangelitzar. Tota l’Església de
Barcelona ha rebut del Senyor l’encàrrec d’anunciar la bona nova.
Avui és urgent i molt necessari donar a conèixer Jesucrist
als homes i dones de la nostra societat profundament secularitzada. Catalunya
no està al marge dels corrents culturals de l’Europa occidental
i participa del seu procés de descristianització.
L’Església ha d’oferir el bé més preciós i
que ningú més no pot donar-li: la fe en Jesucrist, font de
l’esperança que no defrauda. La font de l’esperança per a
la nostra arxidiòcesi, com per a tot el món, és Crist,
i l’Església és el canal a través del qual passa i
es difon l’onada de gràcia que brolla del cor traspassat del Redemptor.
La finalitat del concili provincial Tarraconense ha estat precisament aquesta:
com evangelitzar, avui, la nostra societat catalana. I per assolir-ho hem
de mirar tota la realitat eclesial i social del nostre país amb
una immensa simpatia, amb la mirada del Bon Pastor (cf. Concili provincial
Tarraconense, Prefaci). Així ho afirma el document episcopal “Arrels
cristianes de Catalunya”. Joan Pau II, en la seva encíclica missionera,
deia que els cristians “són signe de l’evangeli àdhuc per
la fidelitat a la pàtria, al poble, a la cultura nacional, però
sempre amb la llibertat que Crist ha portat”, i dirigint-se a Catalunya,
amb motiu del seu mil·lenari, va afirmar: “Cal assenyalar que l’acció
de l’Església ha anat configurant el poble català amb tots
els trets propis: culturals, sociopolítics i econòmics. Aquesta
herència” —continua afirmant el Papa— “us crida a tots a acréixer
les virtuts cíviques, humanes i cristianes que han distingit els
fills i les filles de Catalunya.”
Tots som ben conscients de les dificultats que tenim en el treball de l’evangelització
i de l’activitat pastoral. Aquestes dificultats les experimenten més
els preveres i amb força mesura els altres fidels que estan més
compromesos en la pastoral en el si de les parròquies, comunitats,
institucions eclesials i enmig de la societat. Comprenc la vostra fatiga
i fins i tot el vostre desencís. Molts de vosaltres viviu en el
vostre interior el dolor que ocasiona sempre una modificació de
la circumscripció de l’arxidiòcesi. Tanmateix em plau posar
en relleu el vostre lliurament generós a l’Església que estimeu,
el vostre zel amarat de caritat pastoral i el vostre servei constantment
renovat i animat per l’adhesió personal a Jesucrist mort i ressuscitat.
Us en dono gràcies i us dic que estic i estaré sempre al
vostre costat per compartir com a pròpies les vostres alegries i
les vostres tristeses.
El Gènesi ens ha recordat com Abraham i Sara desitjaven freturosament
un fill, el fill de les promeses reiterades de Déu. Quina joia no
devia tenir Sara, ja anciana, aquell dia que va preparar els panets, quan
l’hoste diví li va dir que quan tornés el proper any ella
tindria un fill! La vinguda i l’acció de Déu sempre és
desconcertant i dóna confiança davant totes les dificultats.
Desitjo, benvolguts, que Crist ressuscitat ompli sempre de serenor, d’esperança
i d’il·lusió els nostres cors i el treball que realitzarem
conjuntament en l’Església i en la societat. El Senyor de la glòria
ens ha promès que estarà amb nosaltres dia rere dia fins
a la consumació del món.
Per viure aquesta presència de Crist, cap i pastor, en l’Església
i en les nostres comunitats eclesials, cal acollir i escoltar Jesús
com ho va fer aquella família amiga seva de Betània. L’evangeli
d’avui ens ho recorda. Això ens mena a assolir la santedat, que
és la vocació primera i fonamental que el Pare dirigeix a
tots els cristians en Jesucrist per mitjà de l’Esperit. Els sants
i santes de la nostra arxidiòcesi, des de santa Eulàlia fins
a sant Josep Oriol, són els testimonis més esplèndids
de la dignitat conferida als deixebles de Crist. Em plau posar en relleu
el testimoniatge del Dr. Pere Tarrés, membre de la Federació
de Joves Cristians, metge i sacerdot d’aquest presbiteri diocesà,
que el proper 5 de setembre serà beatificat pel papa Joan Pau II
a Loreto juntament amb dos militants de l’Acció Catòlica
italiana.
Realitzar un treball pastoral que doni prioritat a la pregària,
personal i comunitària, significa reconèixer la primacia
de la gràcia. Hi ha una temptació que assetja sempre el camí
espiritual i l’acció pastoral mateixa: pensar que els resultats
depenen de la nostra capacitat de fer i de programar. Potser per això
Jesús va dir a Marta que estava preocupada i neguitosa per moltes
coses, però que només n’hi ha una de necessària: escoltar
als peus del Mestre la seva paraula.
Arreu els cristians tenim el repte de fer de l’Església —és
a dir, de cadascun de nosaltres i de totes les realitats eclesials— la
casa i l’escola de la comunió, si de debò volem ser fidels
al designi de Déu i respondre també a les profundes esperances
del món. Això ens demana a tots viure una autèntica
espiritualitat de comunió. L’Església apareix més
com una comunió si cada comunitat cristiana és capaç
d’acollir tots els dons de l’Esperit. El Papa afirma que “la unitat de
l’Església no és uniformitat, sinó integració
orgànica de les legítimes diversitats; és la realitat
de molts membres units en l’únic cos de Crist” (A l’inici del nou
mil·lenni, 46).
L’Església ha de viure un amor preferencial pels pobres. Recordant
el meu lema episcopal —“La caritat de Crist ens urgeix”—, desitjo fer present
que aquesta consideració paulina ens mou a estimar Déu i
el proïsme i a no separar mai aquests dos amors. No som del món,
però vivim en el món i estimem el món creat per Déu
i volem realitzar-hi el seu pla creador i redemptor. En aquest sentit,
el concili Vaticà II afirma que “els cristians han de cercar i assaborir
allò que és de dalt; això no disminueix, sinó
que més aviat augmenta, la gravetat de l’obligació de treballar
amb tots els homes en la construcció d’un món més
humà” (Gaudium et spes, 57). Benvolguts laics i laiques, estigueu
molt presents com a cristians en el món. El Senyor us confia especialment
aquest camp de la seva vinya, i és assumint aquest compromís
que estimeu Déu i els germans. Vinc
de la venerada Església metropolitana i primada
de Tarragona que em va acollir amb actitud d’afecte i de col·laboració
i que m’honoro d’haver servit amb el meu ministeri episcopal. Aquesta
seu metropolitana de Barcelona que el Senyor em confia ha de treballar
ben unida amb la de Tarragona per tal de continuar i intensificar la pastoral
de conjunt que s’està realitzant al servei de l’Església
a Catalunya. Com una anella més de la llarga successió apostòlica
d’aquesta seu, vinc després del Sr. Cardenal Ricard M. Carles, que
ha esmerçat amb sol·licitud apostòlica catorze anys
del seu ministeri episcopal al servei d’aquesta porció del poble
de Déu. Vaig col·laborar amb ell com a bisbe auxiliar en
aquesta seu durant un temps a l’inici del seu pontificat. Us agraeixo,
Sr. Cardenal, el vostre lliurament. El meu agraïment es dirigeix també
al Sr. Bisbe Auxiliar Mons. Joan Carrera pel seu constant treball al servei
d’aquesta Església; per a mi i per a l’arxidiòcesi, Sr. Bisbe,
sereu un ajut molt necessari i molt valuós. Una salutació
cordial a qui ha estat fins ara bisbe auxiliar, Mons. Pere Tena Garriga.
Tinc també present el servei realitzat pel Sr. Administrador Apostòlic
Mons. Josep Àngel Saiz. El meu record va dirigit ara als antecessors
meus ja traspassats, d’una manera especial a qui vaig servir més
de prop com a vicari general i després com a bisbe auxiliar, Sr.
Cardenal Narcís Jubany Arnau.
Compto amb tots vosaltres, diocesans, i confio plenament en la vostra col·laboració
constant i generosa. Em dirigeixo, en primer lloc, a vosaltres, molt estimats
preveres que sereu sempre els més íntims i immediats col·laboradors
del meu ministeri episcopal. El pastoratge de l’arxidiòcesi el faré
sempre amb els vostres consells i la vostra participació. Hi ha
entre tots nosaltres una profunda relació sacramental, ja que pel
sagrament de l’orde participem del mateix sacerdoci ministerial de Crist.
Procuraré que trobeu sempre en mi un amic, un germà i un
pare. Us estimo a tots per igual. Tindreu ben obertes les portes del meu
cor i de casa meva, sempre i a qualsevol hora. Els diaques estaran molt
a prop del meu ministeri, exercint el servei que caracteritza el do sacramental
que han rebut en bé de l’Església diocesana.
Els seminaristes del nostre seminari sou la joia de l’Església.
Vosaltres heu acollit amb generositat i valentia la crida que el Senyor
us ha fet de servir-lo a ell i a l’Església en un futur proper en
el ministeri presbiteral. Invito a tots els estimats joves de l’arxidiòcesi
que considerin la vida com un do de Déu i que escoltin amb disponibilitat
la crida de Jesús.
Benvolguts religiosos i religioses, de vida contemplativa i de vida activa,
homes i dones de vida consagrada. Vosaltres engalaneu la nostra arxidiòcesi
vivint fidelment el vostre respectiu carisma i treballant en diversos camps
de l’Església i de la societat, contribuint així en l’edificació
de tot el cos místic de Crist cercant el bé d’aquesta Església
particular. Per a mi sereu sempre uns membres estimats i valuosos de l’Església
i des de la vostra vida comunitària demanaré i agrairé
la vostra col·laboració en la pastoral diocesana.
Les meves paraules plenes d’afecte van ara dirigides a vosaltres, laics
i laiques de l’arxidiòcesi de Barcelona, que us sentiu Església
i que participeu en el si de les parròquies, moviments, consells
i institucions eclesials, i que esteu compromesos com a cristians en les
realitats de la societat. La diòcesi necessita la vostra participació
i col·laboració i esmerçaré temps i dedicació
per a tots vosaltres. El tracte familiar i constant entre nosaltres ha
de ser motiu d’esperança, d’un profit eclesial ben abundós
i d’un reforçament més espontani de l’obra pastoral. Tinc
molt present en la meva pregària i afecte els malalts, els pobres
i els marginats i totes les persones que sofreixen per diversos motius.
Agradezco al señor Nuncio Apostólico
de Su Santidad su participación en esta celebración y la
imposición del palio esta mañana en la Catedral por encargo
del Santo Padre. La comunión con el sucesor de Pedro será
siempre el signo de una realidad profunda: la de sentirnos miembros de
la Iglesia de Jesucristo extendida de Oriente a Occidente, y a la vez enriquece
nuestra conciencia de catolicidad.
Deseo agradecer también al señor Cardenal de Madrid y presidente
de la Conferencia Episcopal Española, a los señores arzobispos
y obispos su participación en esta eucaristía como expresión
de la colegialidad afectiva y efectiva que propicia un fecundo trabajo
eclesial. Gràcies, d’una manera especial, als bisbes de les diòcesis
que tenen la seva seu a Catalunya, a tots ells reitero el meu servei al
treball conjunt en bé de la comunió i de la missió
de les nostres Esglésies.
Agraeixo
al Molt Honorable Senyor President de la Generalitat, al Molt Honorable
Senyor President del Parlament de Catalunya, al Sr. Alcalde de Barcelona,
al Sr. President de la Diputació i a totes les altres autoritats
la seva atenció i deferència per fer-se presents i per participar
en aquest acte. Corresponc al seu gest amb el meu agraïment i amb
el desig de col·laboració lleial, des
de l’angle que
em pertoca, a la seva dedicació al bé comú.
Gràcies a les meves germanes, nebots i familiars, i especialment
als meus estimats pares, que per la comunió dels sants han estat
molt a prop nostre. Sempre he trobat en la família el suport i l’ajut
amarat d’amor que tots necessitem en la vida.
El
meu agraïment es dirigeix als sacerdots, religiosos i religioses i
laics i laiques de l’estimada arxidiòcesi metropolitana
i primada de Tarragona i de les altres diòcesis que heu
volgut acompanyar-me en aquesta entranyable celebració. Que Déu
us ho pagui.
Que Maria, sota les entranyables advocacions de la Mare de Déu de
la Mercè i de la Mare de Déu de Montserrat, intercedeixi
amb amor maternal en el camí que junts encetem al servei de l’Església
que peregrina a Barcelona.
Parlament d’acomiadament al Sr. Arquebisbe Dr. Lluís Martínez
Sistach
Senyor Arquebisbe Lluís, Sr. Arquebisbe-bisbe
emèrit d’Urgell, Consell Episcopal, Capítol d’aquesta Catedral,
i autoritats presents, preveres diaques, religiosos, religioses, laics
i laiques de la nostra estimada arxidiòcesi, familiars del Sr. Arquebisbe,
participants tots en aquesta celebració amb motiu del comiat del
Dr. Lluís Martínez Sistach com a arquebisbe
metropolità de Tarragona i primat de les Espanyes.Senyor
Arquebisbe,
Acomiadar un arquebisbe és
sempre un moment especialment intens en la vida de l’arxidiòcesi.
Aquest és encara més especial perquè no és
un final per haver arribat a una edat determinada, com va ser el comiat
del Dr. Pont i Gol, o per trobar-se en un estat de salut delicat, com va
ser el del vostre predecessor, recentment traspassat, el Dr. Ramon Torrella.
Aquest comiat és diferent: heu rebut la missió d’esdevenir,
des del proper diumenge, si Déu vol, el primer arquebisbe metropolità
de l’arxidiòcesi germana de Barcelona. És la tercera arxidiòcesi
que havent estat sufragània de Tarragona, esdevé metropolitana,
després de Saragossa i de València (molt més abans,
fins i tot Pamplona i Burgos). Des de la decretal del papa Sirici al bisbe
Himeri de Tarragona, l’any 385, i des de l’any
419,
en què el bisbe Ticià de Tarragona és anomenat per
primer
cop metropolità,
es dóna el fet que, per primera vegada, a Catalunya hi haurà
dos metropolitans, i vós passeu de metropolità de Tarragona
a metropolità de Barcelona.
Amb motiu d’aquest relleu
diferents vegades heu manifestat la vostra convicció que un bisbe
fa el bisbat i un bisbat fa el bisbe. És un donar i rebre mutu que
s’ha esdevingut al llarg d’aquests set anys en què heu estat el
nostre arquebisbe. Si hagués d’enumerar tot el que ha estat
aquest donar i rebre, si hagués
de ser exhaustiu, depassaria l’espai que han de tenir aquestes paraules
i desdibuixaria el caire de caliu que han de tenir. De tota manera, he
d’expressar alguns fets com a indicadors o com a fites d’un camí
recorregut mútuament durant set anys.
En primer lloc vull indicar el compromís
per aplicar el concili provincial Tarraconense, manifestat clarament en
l’homilia del dia de la presa de possessió i renovat reiteradament
i de moltes maneres. En el si de la Conferència Episcopal Tarraconense
heu aprovat, en aplicació del nostre
Concili, tres importants directoris:
el Directori de pastoral sacramental, pel que fa als sagraments de la iniciació
cristiana; el Directori de la parròquia i el Directori de l’arxiprestat;
un llibre de pregàries del cristià i un cantoral litúrgic
bàsic, a més d’altres aplicacions de les resolucions
conciliars. I pel que fa a l’aplicació
a l’arxidiòcesi, vau acceptar el pla pastoral del vostre predecessor
i n’heu aprovat dos més, tots ells amb la intenció d’aplicar
el nostre Concili, perquè si els plans pastorals estan vius està
viu el Concili, i si els plans pastorals s’apliquen, s’està aplicant
el Concili.Com a fites del
llarg camí d’aquests set anys hem de fer esment també de
les quatre cartes pastorals: "Treballem amb joia a la vinya del Senyor",
"Caleu les xarxes", "Enviats per a donar fruit" i "Les vocacions sacerdotals,
joia de l’Església". Aquesta última, que tanta difusió
ha tingut i que l’han treballat diferents organismes, com el Consell Presbiteral
i el Consell Pastoral Diocesà, grups i moviments, marca una preocupació
important del vostre pontificat: la preocupació per totes les vocacions
i especialment per les vocacions al ministeri ordenat de preveres
i de diaques. Fem ara presents els preveres i els diaques que heu ordenat.
Tot això juntament amb la cura de pare i pastor per la situació
personal dels preveres, de la qual cosa, més enllà del que
és normal que es conegui, en podem donar fe els col·laboradors
més propers. Cal subratllar també la preocupació pel
Seminari i pels seminaristes. Moltes vegades us heu referit al paper dels
laics tant de cara endins de l’Església com de cara enfora, animant
els laics i laiques a ser fidels
al que els és més propi: donar testimoniatge enmig de les
realitats temporals, en el món de la política, de l’economia,
de la cultura i tot el que configura la realitat sociocultural del nostre
país, que ens l’estimem perquè és el nostre, com diu
el Concili. Una altra
fita del vostre pontificat crec que
ha estat la intervenció reiterada en l’obertura a l’Europa que s’està
construint a fi que estigui impregnada dels valors cristians que tant han
contribuït a configurar-la.
Són fites molt pròpies
de l’acció pastoral les orientacions i preocupacions sobre la família
i sobre els joves, que han merescut, amb raó, una especial atenció.
Us heu fet molt present a les parròquies, sobretot amb motiu de
la confirmació de tants joves i de més grans a la Catedral.
Heu estat present en els mitjans de comunicació social, amb intervencions
molt sovintejades, setmanalment a través de la carta dominical Paraula
i Vida retransmesa per la quasi totalitat d’emissores de ràdio que
hi ha en el territori de l’arxidiòcesi i a les televisions locals
de Tarragona i Reus.
Amb el vostre Consell Episcopal
heu establert importants decisions pastorals, com per exemple l’agrupació
de parròquies, l’admissió i acompanyament en el Catecumena
Diocesà d’Adults, el memoràndum per al rector de parròquia
i l’Estatut de l’arxiprestat, elaborat amb la participació del Col·legi
d’Arxiprestos i del Consell Presbiteral.Com a bon canonista, us
heu preocupat que cada organisme de la Cúria tingués el lloc
que li correspon i exercís les funcions que li són pròpies.
Us heu preocupat de dignifica el Tribunal diocesà i el metropolità,
heu fet millores a l’Arxiu Històric Arxidiocesà i heu fet
arranjar la Casa dels
Concilis a fi que pugui ser la seu
de diferents organismes i moviments diocesans. Allí s’hi ubicarà
el Museu Bíblic, que amb l’ajuda coratjosa i eficient dels
seus responsables, serà d’una gran categoria. També hauria
estat la vostra il·lusió que en aquesta Casa dels Concilis
s’hi pogués posar, encara que fos testimonialment, un petit museu
que donés a conèixer la gran història, única
a l’Església universal, de la nostra tradició de concilis
provincials.
Una altra fita important del
camí d’aquests set anys ha estat la vigilància sobre els
béns de l’Església, que com heu dit moltes vegades han de
ser per subvenir les necessitats pastorals i per ajudar els més
pobres, no permetent que, sota cobertures legals o intencions populistes,
es realitzessin actes que en realitat serien una expropiació forçosa
encoberta.
En aquest capítol dels
béns materials, he deixat per al final —pel que en acabar aquesta
celebració rebreu— la vostra preocupació i el vostre compromís
per la restauració d’aquesta Catedral, en la qual s’hi estan realitzant
les obres més importants que mai s’hagin fet després de la
seva construcció, gràcies
al conveni signat entre la Generalitat de Catalunya, la Diputació
de Tarragona, el Consell Comarcal del Tarragonès, l’Ajuntament de
Tarragona i l’Arquebisbat, i per mitjà de les subvencions del Govern
de l’Estat, totes molt importants i necessàries.
Essent arquebisbe de Tarragona
vau ser renovat per a un nou quinquenni consultor del Consell Pontifici
per als Laics i també vau ser nomenat membre del Consell Pontifici
per als Textos Legislatius.No em puc allargar més. Només
he indicat unes fites d’aquest llarg i intens camí de set anys del
vostre pontificat. Si tot el que acabo d’esmentar fins ara es pot situar
en la vessant del que el bisbe —en aquest cas l’arquebisbe— dóna
a la diòcesi, sense descurar la col·laboració de tantes
persones que han fet la seva aportació,
i que es pot dir
que va en la direcció del
que la diòcesi aporta al bisbe, ara hauria de fer esment de manera
més explícita de la vessant del que la diòcesi dóna
al bisbe, en aquest cas l’arxidiòcesi a l’arquebisbe.
Comprendreu que en aquesta
vessant he de ser modest. Deixeu-me dir només, Senyor Arquebisbe,
que aquesta arxidiòcesi sens dubte que deu haver augmentat la vostra
memòria històrica de les nostres arrels: sant Pa i sant Fructuós,
d’on venim, i de la densa història dels segles que han transcorregut
en "l’espessa boira de disset centúries", com diu Mn. Melendres.
Aquesta arxidiòcesi us deu haver fet prendre més consciència
del servei que aquesta seu ha fet a tot Catalunya i més enllà,
i de quina és la nostra identitat, a la qual, malgrat la nostra
pobresa, no podem renunciar; una Església que, malgrat les vicissituds
que ha hagut de viure, ha volgut ser fidel a l’Església i al nostre
país, Catalunya, com és un deure elemental de cada Església
particular estimar i servir el propi país; una Església que
diferents vegades s’ha vist revestida del vermell
martirial tant per ser Església
com per ser fidel al país, que moltes vegades ha hagut de patir
el martiri de la incomprensió, més dolorós quan prové
de qui més hauria de ser comprensiu; una Església que estimem
i que considerem venerable. Aquesta Església venerable us ha prestat
la seva venerabilitat i vós
n’heu sortit enfortit amb més prestigi. Us hem donat la nostra comunió
eclesial, la nostra comprensió i la nostra col·laboració
lleial. Esperem haver estat fidels i haver correspost a la vostra confiança.
Hem treballat per tenir pau i bona harmonia, per viure la
comunió eclesial en profunditat
i per expressar-la amb signes d’amistat i de fraternitat. Sens dubte que
això us haurà ajudat i haurà ennoblit el vostre servei
ministerial. Us l’oferim com el millor regal de comiat. Que us serveixi
per afrontar la nova responsabilitat que teniu encomanada. I
quan ens mireu des de Barcelona recordeu
l’arxidiòcesi que vau trobar, la que mútuament hem anat fent
al llarg de set anys, com a arquebisbe a l’arxidiòcesi i com a arxidiòcesi
a l’arquebisbe, i la que queda l’endemà de la vostra presa de possessió
a Barcelona.Tothom comprendrà que l’enumeració d’aquestes
fites no s’ha de convertir en un examen de set anys de govern, que com
tota acció humana pot tenir les seves limitacions i errades. Tampoc
s’ha de convertir en un culte a la personalitat, que mai no hauria d’existir
en l’Església. Moltes
vegades us he dit, com va dir Eulogi,
diaca de Fructuós, en el judici abans del martiri: "Jo no adoro
Fructuós, sinó el mateix que Fructuós adora."
Senyor Arquebisbe, tingueu
la certesa que aquesta Església venerable, pobra però no
mesquina, sap ser senyora, sense oripells, com és austerament senyora
aquesta Catedral. I a qui ha dedicat set preciosos anys de la seva vida
a servir-la dia a dia amb tant d’esforç i amb tant de treball, l’acomiada
tant bé com sap i reconeixent-li el bé que ha fet. Els arquebisbes
passen i l’arxidiòcesi continua. Ens hi mantindrem fidels.
Senyor Arquebisbe, moltes gràcies,
i que l’únic Bon Pastor ens ajudi a tots, allà i aquí.
Moltes gràcies!
Mn. Miquel Barbarà,
vicari general de l’Arquebisbat de Tarragona
Tarragona, 11 de juliol de 2004
Full parroquial
Edita: Arquebisbat de TarragonaDirector:
Didac Bertran
Redacció i administració:
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977 251 847
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Homilía
de Mons. Ginés García en la Fiesta de San Torcuato, Patrón
de Guadix y de la diócesis accitana
Domingo 17 de Mayo de 2015 20:12 ESCUCHA
ESTE TEXTO
HOMILÍA DE LA MISA PONTIFICAL EN LA SOLEMNIDAD
DE SAN TORCUATO, OBISPO Y MÁRTIR, PATRONO DE LA DIÓCESIS
Excmo. Cabildo Catedral de la S.A.I. Catedral;
Hermanos sacerdotes y diácono;
Miembros de los institutos de vida consagrada;
Sr. Alcalde y miembros de la Excma. Corporación
municipal;
Dignas autoridades.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
La fiesta de san Torcuato nos acerca cada año hasta el origen de la fe apostólica de nuestro pueblo. De alguna manera nos hace recrear la aventura de la primera evangelización de la Hispania romana por los discípulos del Señor Jesús, en medio de una Iglesia naciente que no se detenía ante ninguna dificultad, aunque se tratara de la entrega de la propia vida. Enviados a anunciar el Evangelio que habían recibido del mismo Jesús e impulsados por la fuerza del Espíritu Santo que recibieron el día Pentecostés, cumplían con el envío al que habían sido destinados: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
Me gustaría recrear ahora, en este momento del camino de nuestra Iglesia, la actitud de aquellos hombres, de Torcuato y sus seis compañeros, enviados desde Roma por el apóstol Pedro. No imagino a unos hombres tristes que vinieran a anunciar calamidades, y que lo hicieran a la fuerza, sin fervor, como algo que hay que cumplir, más como carga que como deseo del corazón, como una rutina impuesta por la tradición o la autoridad de quien fuera. No imagino a funcionarios del Evangelio destinados a los confines del mundo entonces conocido. Quiero, más bien, imaginar, porque así fue, a un grupo de hombres con una fe convencida y viva, que atraídos por Jesucristo y su Evangelio, habían dejado todo para anunciarlo. Eran hombres, que por la predicación de aquellos que habían sido testigos de la resurrección del Señor, habían sido contagiados por la nueva vida de Jesús de Nazaret y venían dispuestos a contagiar a lo demás, aunque por ello les costara la entrega de la propia vida.
Volver al origen gozoso y fecundo de nuestra fe es necesario y fundamental para que la Iglesia que camina hoy en Guadix no viva en una situación de acomodo, más preocupada por el recuerdo y la conservación de un glorioso pasado, que por dar respuesta, igual de generosa que la que dieron otras generaciones, al don de la fe. Es una llamada a volver al primer amor, a vivir en la docilidad de la fe recibida y en la fortaleza para confesarla ante los hombres.
Acogemos gustosos la invitación del Papa Francisco a vivir una etapa evangelizadora marcada por la alegría: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (..). Quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría” (EG, 1).
En el camino de la fe siempre tenemos la luz de la Palabra de Dios que alumbra y guía la existencia, dando sentido a lo que somos y hacemos. Dejémonos, por tanto, iluminar por la Palabra que se nos ha proclamado hoy.
Moisés, en el libro del Deuteronomio, invita al pueblo a hacer memoria, pero memoria, ¿de qué? Memoria de la acción de Dios, de las maravillas que ha hecho en Él. Memoria que da sentido a su origen y al camino que el pueblo recorre hoy, pues así las conquistas son un motivo de acción de gracias y las dificultades y fracasos una invitación a no desfallecer, a seguir adelante porque no estamos solos, Dios viene con nosotros. Toda nuestra historia es el reconocimiento que “el Señor es Dios y no hay otro fuera de él”. Es el Señor quien llamó a nuestros padres y nos liberó de la esclavitud. El reconocimiento de Dios en nuestra vida es también una llamada a vivir sus mandamientos “para que seas feliz tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre”.
Queridos hermanos, qué importante es la fe en la vida del hombre. La fe no es un adorno, la fe marca y orienta todos los ámbitos de la vida humana, tanto personal como social. No es igual creer que no creer. Cuando un hombre o una mujer se sumergen en el misterio de un Dios que lo ama sin límites, no puede quedar indiferente, la vida ya no puede ser entendida ni vivida del mismo modo que antes del conocimiento o reconocimiento del Dios verdadero. El ser humano tiene necesidad de Dios para no hundirse en el sin sentido de una existencia intrascendente; por eso, cuando se aparta al Dios verdadero nace el mercado de diosecillos que compiten por ganarse al hombre con el único propósito de esclavizarlo. La garantía de la libertad y de la felicidad humana es un Dios que nos ama y nos pide amar a los demás como Él mismo nos ama. Y la prueba más clara de la verdad de su amor es que envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él, entregando el don de su propia vida.
Nuestra memoria, la memoria cristiana, es por esto una memoria agradecida. Es la memoria de san Torcuato y sus compañeros, la memoria de Luparia y de los santos de esta Iglesia de Guadix, es la memoria de tantos creyentes sencillos que han conocido y gustado la alegría del Evangelio, el gozo de una vida según la voluntad de Dios.
La aventura de la evangelización de esta Iglesia, como toda la evangelización, es una obra del amor. Lo expresa con gran belleza san Pablo en la primera de sus cartas a los Tesalonicenses que acabamos de proclamar: “Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas”. Sin amor no hay evangelización. Para seguir evangelizando hoy a nuestro pueblo hemos de amarlo. No se entrega la vida sino por amor, no se desgasta cada día la existencia por alguien a quien no se quiere. El amor a nuestro pueblo nos exige renovar nuestra fe y nuestro fervor para seguir llevando a Cristo. Las dificultades que las hay, porque siempre las ha habido, tienen que ser un acicate para no rendirse ante los problemas; nos mueve la hermosa tarea de que los hombres conozcan al Señor y lo amen. La fe cristiana ha sido, y ha de seguir siendo fundamento de esta tierra.
Pero para esto, el grano ha de caer en la tierra; “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Es la paradoja y la vocación del Evangelio, que no busca el éxito de este mundo, ni se fundamenta en números ni estadísticas. Morir es vivir. Caer en la tierra, hacerse tierra, vivir en la tierra de los hombres, compartiendo sus esperanzas e ilusiones, sus angustias y tristezas es la misión de la Iglesia; una Iglesia que, desde hace dos mil años, ha sido solidaria con esta tierra y sus gentes, y hoy renueva su voluntad decidida de estar al servicio de los accitanos como lo estuvo san Torcuato.
San Torcuato vino hasta la Acci romana, aquí anunció el Evangelio de Jesucristo, y aquí entregó su vida de un modo martirial. El mártir es testigo del Señor Jesús hasta la entrega de la vida, y si es necesario con el derramamiento de sus propia sangre. El martirio ha sido una realidad que no ha abandonado nunca a la Iglesia a lo largo de su historia, como lo anunció el mismo Señor. También hoy hay hermanos nuestros que siguen derramando su sangre por ser cristianos. Quiero hacer presentes de un modo especial a esos mártires de la fe de hoy. Hombres y mujeres que mueren por el hecho de ser cristianos, como consecuencia de la barbarie de los que toman el nombre de Dios en vano, y ante la indiferencia de un mundo occidental lleno de prejuicios religiosos, e incapaz de distinguir el bien del mal, más preocupados de levantar fronteras que de construir una mundo fraterno.
El martirio de nuestro Patrón me invita a destacar tres signos que definen el martirio cristiano, y que hoy para nosotros accitanos, debe seguir siendo un signo de identidad y una apuesta por un futuro en esperanza para nuestro pueblo. Los elementos que identifican al mártir de Cristo son: confesión de la fe, perdón y entrega de la vida.
El mártir de Cristo muere en y por la confesión de la fe. Le quitan la vida porque no renuncia a confesar el señorío de Cristo. Nuestro testimonio hay ha de ser el de la confesión sincera, convencida y generosa de la fe en Cristo. No hemos de temer vivir como el Señor nos pide, ni podemos dimitir del anuncio del Evangelio a un hombre, y en una sociedad indiferente que parece no necesitar este don precioso. Con convicción y paciencia, con amor y alegría, en definitiva, con el testimonio de la propia vida, hemos de emprender cada día la apasionante aventura de la evangelización.
El mártir de Cristo siempre muere perdonando; es motivo de reconciliación. Qué testimonio más hermoso, pues creo que hoy, cada uno de nosotros, nuestra sociedad, tiene necesidad de perdón. Necesitamos perdonarnos a nosotros mimos –muchos de nuestras problemas personales tienen su origen en una falta de perdón de nosotros, de nuestro modo de ser, nuestro aspecto físico, nuestra historia-; perdonar a los demás, no hacer del otro mi rival o enemigo, sino mi amigo o mi hermano. Cuánto necesitamos mensajes de reconciliación, necesitamos verlos en la vida pública y en la privada. Hemos de desterrar cualquier violencia, también la verbal e ideológica, de lo contrario estamos transmitiendo a la sociedad que son más importantes las ideas –las ideologías- que las personas, y así estamos abocando a nuestro pueblo a la desconfianza y a la falta de fe en todo y en todos. Pero, ¿cómo vamos a perdonar si nadie nos perdona, si no tenemos experiencia de ser perdonados?. “Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!”, son palabras del Papa Francisco (EG, 2).
El último elemento que define el martirio cristiano es la entrega. El mártir, como Cristo, entrega su vida. Es un acto libre y generoso. No es fruto de la fortaleza humana sino de la fuerza de la acción de Dios. Muchos testimonios martiriales nos muestran la flaqueza natural y el miedo de los que habían de morir mártires; sin embargo, en el momento del martirio se han convertido en un verdadero testimonio de fortaleza. Hoy también nosotros pedimos a Dios el don de la generosidad. Esta tierra bendita, adornada por la belleza natural y la bondad de sus gentes, pero castigada por una crisis de resonancias económicas, pero de origen antropológico y ético, necesita de mucha generosidad, generosidad de todos, pero especialmente de los que tenemos alguna misión en la vida social. Es necesario, quizás como nunca, el testimonio de unidad y de mutua colaboración; que nos duela nuestra gente, y que solos ellos sean nuestra preocupación y aspiración. Como acabamos de decir los obispos españoles en la Instrucción pastoral, “Iglesia, servidora de los pobres”, hemos de devolver al hombre la primacía que le corresponde en el orden de la creación y en la sociedad, poniendo a su servicio todos los bienes de la tierra. “Necesitamos un modo de desarrollo que ponga en el centro a la persona; ya que, si la economía no está al servicio del hombre, se convierte en un factor de injusticia y exclusión. El hombre necesita mucho más que satisfacer sus necesidades primarias” (n 23). La primacía del ser humano exige la defensa de la vida desde el momento de su concepción hasta la muerte natural. Nunca se puede ser un derecho quitar la vida, ni anteponer los derechos del fuerte sobre los del más débil. La primacía del hombre exige también una vida digna. No quiero olvidar tampoco la libertad de los padres para elegir la educación que quieran para sus hijos, incluyendo la enseñanza religiosa y moral. En fin, la primacía del hombre es una llamada a trabajar por el bien común, esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. En este trabajo por el bien de todos nos han de preocupar de un modo especial los más desfavorecidos.
Pidamos hoy por nuestra tierra y por nuestros hermanos; por todos los hombres y mujeres de este mundo, pero hagámoslos con miras amplias, como dice santa Teresa de Jesús a las monjas del convento de san José: “No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia” (Camino de perfección, cap. 1, 5).
Termino pidiendo a san Torcuato, lo que le pedimos en el himno: “Obispo amoroso tus ojos mortales vieron a la Virgen en Jerusalén; ya que no tus ojos danos tus virtudes para que el cielo la podamos ver”.
+ Ginés, Obispo de Guadix 15-5-2015
Guadix celebró
a su patrón San Torcuato Viernes 16 de Mayo de 2014 ESCUCHA ESTE
TEXTO
Homilía
de Ginés García Beltrán, por el patrón de la
diócesis de Guadix, San Torcuatro
Homilía
de Ginés García Beltrán, por el patrón
de la diócesis de Guadix, San Torcuatro
Excmo. Cabildo de la S.A.I. Catedral; Hermanos sacerdotes; Diácono
y seminaristas.
Miembros de los institutos de vida consagrada; Hermandad de San Torcuato;
Sr. Alcalde y miembros de la Excma. Corporación municipal; Dignas
autoridades. Queridos hermanos y hermanas en el Señor.
La fiesta de San Torcuato, fundador y patrón de la diócesis
de Guadix, nos invita un año más a volver a los orígenes
de nuestra fe, que hunde sus raíces en la misma época
apostólica. Si cada 15 de mayo es para nosotros una fiesta de la
fe, este año con una nota muy especial al celebrar el Año
de la fe.
Esta fiesta ha de ser, por tanto, una nueva oportunidad para hacernos
conscientes del don que supone la fe que recibimos del testimonio apostólico,
y un momento para renovarla en el gozo de los que han experimentado
el amor de un Dios que quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad” (cf 1Tim 2,4-5). Como hemos rezado en la
oración propia de esta solemnidad, le pedimos al Señor “ser
dóciles a la fe recibida y fuertes para confesarla ante los hombres”.
Celebrar la fe es, por una parte, expresar el agradecimiento del corazón
por tanto bien recibido, es hacer memoria agradecida de las maravillas
que Dios ha obrado en nosotros y en nuestro pueblo a lo largo de la historia;
pero, al mismo tiempo, es una invitación a mirar al futuro con ojos
de fe, a confiar en Dios que sigue guiando nuestros pasos en medio de una
existencia donde conviven las alegrías y las esperanzas con las
fatigas y los sufrimientos.
La fe no es un objeto de museo, ni cuestión de añoranza
de otro tiempo pasado que fué mejor; al contrario, la fe es aventura,
la fe es pasión; la fe es entrega confiada, porque la fe es vida.
Para ser creyente hay que atreverse. No se cree desde la comodidad o la
seguridad; se cree desde el desprendimiento, la humildad y la pobreza.
Cree el que no tiene miedo a lo nuevo, el que no quiere conservar por conservar;
cree el que se introduce en el misterio de la misma condición humana
porque está seguro que todo tiene un por qué, una razón,
un sentido; cree el que deja hablar al interior, el que es capaz de escuchar,
el que no entiende la vida como lucha sino como encuentro; cree el que
sabe, o al menos presiente, que hay alguien que lo conoce, que lo escucha,
que lo sostiene, que lo ama. Los cristianos no creemos en algo, creemos
en alguien.
En este sentido, no deja de ser curioso, que en las épocas de
mayor increencia se extiende con más fuerza el culto a los
diosecillos, a los ídolos que no pueden salvar, y es que el hombre,
siempre, aunque no lo sepa, tiene sed del Dios vivo. Así lo han
experimentado muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia, sirva
como ejemplo la confesión de San Agustín cuando afirma:
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te
amé!, y ver que tú estás dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo más
yo no lo estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas
que, si no estuviesen en ti no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste
mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste
tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento
hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz”.
La Palabra de Dios que hemos proclamado ilumina esta fiesta que celebramos,
como ilumina el misterio mismo de nuestra de fe, al tiempo que nos introduce
en la paradoja que supone la vida en Cristo. En el texto evangélico
hemos escuchado: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Son palabras difíciles
de entender en una cultura como la nuestra, pero también lo fueron
en la época de Torcuato y sus compañeros, en el primer siglo
de nuestra era. Para dar vida hay que morir, para dar fruto hay que sufrir.
¿Puede entender esto el hombres de hoy?, ¿es el sufrimiento
y la muerte una condición indispensable para lograr mis aspiraciones?,
¿acaso no hay que desterrar la debilidad, el sufrimiento y la muerte
para ser feliz? ¿Por qué nos cuesta aceptar la realidad del
sufrimiento? Sencillamente, porque estamos solos, porque sentimos
la soledad que produce la ausencia del amor.
Cuando un hombre experimenta el amor no está solo aunque sufra.
Puede parecer duro pero es así: el hombre moderno vive muy solo;
en medio de las multitudes está solo. Está solo porque al
egoísmo lo ha llamado amor, porque se busca a sí mismo y
su bienestar, en vez de buscar a los otros. El hombre moderno desconoce
que el amor verdadero es entrega sufriente, dar vida para tener vida. El
creyente sabe que no está solo, que Dios vive en él, que
juntos hacen el camino de la vida, por eso, incluso, la soledad, es una
soledad habitada. En el sufrimiento está Dios, en la desdicha está
Dios, por eso somos capaces de seguir adelante, de mirar al futuro con
esperanza. Hemos conocido el amor y hemos creído en él, por
eso estamos firmemente persuadidos que nada ni nadie podrá apartarnos
del amor de Dios que se ha manifestado en Cristo muerto y resucitado.
Pero ahora volvamos a la página evangélica que hemos
escuchado, con el propósito de entenderla en su contexto. Jesús
pronuncia estas palabras un día después de su entrada triunfal
en Jerusalén, poco antes de la Pascua en la que va a entregar su
vida para la salvación de los hombres. Unos griegos que habían
venido a Jerusalén para la Pascua quieren ver a Jesús. Son
hombres que buscan, como tantos a lo largo de la historia. Ante la interpelación
de los discípulos, Jesús, olvidando la petición más
inmediata –quieren verlo-, les habla de su glorificación –“ha llegado
la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”-. No es momento para
quedarse en la anécdota, sino que hay que ir a lo esencial, parece
decirles. No se trata de pararse en la fama que ha crecido del predicador
galileo, sino que hay que llegar a lo profundo de su misión que
se va a consumar en la cruz, como camino de la glorificación de
Hijo.
Al mismo tiempo, Jesús muestra en estas palabras su humanidad,
la angustia propia de un hombre ante la hora del sufrimiento que se avecina.
Semejante a nosotros, solidario con cada uno de nosotros y con nuestros
sufrimientos, pero apoyado en Dios. Es camino difícil pero es el
camino de la salvación.
Caer en la tierra del mundo, enterrase en el surco de la humanidad
para dar vida; negarse a sí mismo para ser fecundo y abrir el horizonte
de la vida eterna. El camino de la cruz es necesario para que nazca el
hombre nuevo redimido en Cristo. Jesús ha de pasar por la muerte
para que su vida no sea sólo un bello poema sino que dé fruto
en bien de la humanidad. Así también los seguidores de Cristo.
El Evangelio es testimonio pero también enseñanza acerca
del camino que hemos de hacer los discípulos del Señor.
El testimonio de los santos nos muestra la verdad del Evangelio y la
posibilidad que todos tenemos de realizarlo en nuestra vida, con la gracia
de Dios. San Torcuato es, una vez más, ejemplo y estímulo
para seguir en el empeño de vivir el Evangelio en la existencia
concreta, en lo cotidiano, en la concreta situación social e histórica
en la que nos ha tocado vivir. Las palabras de San Pablo en su segunda
carta a los tesalonicenses, que acabamos de escuchar, nos recuerdan que
el anuncio del Evangelio –la evangelización- nunca ha sido tarea
fácil, “Tuvimos valor –apoyados en nuestro Dios- para predicaros
el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición”. Predicar el
Evangelio siempre conlleva un riesgo, pero es mayor el deseo de que los
hombres conozcan al Señor y lo amen, que las dificultades que puedan
venir de este anuncio.
La vida no vale nada cuando se vive para sí y no para los demás.
Nos lo muestra la historia: el mayor desprecio a la vida humana viene siempre
unido al olvido de nuestros ser criaturas, al olvido de Dios. También
lo hemos escuchado en la carta de San Pablo: “Os teníamos tanto
cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio
de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais
ganado nuestro amor”. Así es, la evangelización es un acto
de amor; no se evangeliza sino amando a aquellos a los que se les lleva
el Evangelio, haciendo de este servicio una entrega de la propia persona.
Las palabras del Evangelio nos han de interpelar a cada uno como creyentes,
así como han de interpelarnos como Iglesia del Señor que
camina en Guadix, en comunión con la Sede de Pedro y con las demás
iglesias diseminadas por el mundo entero. Esta palabra del Señor
ha sido pronunciada en este momento de la historia, de nuestra historia
particular. ¿Qué nos dice el Señor a los cristianos
de hoy, a los que formamos la diócesis de Guadix? ¿Cómo
leerla en medio de la realidad social que estamos viviendo? Sea dicho desde
el principio, que sólo desde una actitud orante, abiertos a lo que
el Espíritu quiere decir a la Iglesia, descubriremos la verdad
de una palabra que es presencia, y lo que ésta nos quiere decir
para ser testigos del Señor en el mundo.
Vivimos una situación histórica delicada. La Iglesia,
solidaria con la vida de los hombres, no puede ser ni es ajena a esta situación.
Nuestra mirada a los hombres y al mundo ha de ser una mirada desde Dios.
Mirar al mundo como Dios lo mira, querer a los hombres como Dios los quiere.
Por eso, detrás de los análisis y diagnósticos acerca
de las causas de la situación que hemos llamado de crisis, por encima
de las soluciones que entre todos hemos de buscar y procurar, está
el hombre concreto. No son tan importantes las causas como los hombres
que sufren las consecuencias de una sociedad que ha vivido de excesos y
ha olvidado el valor de la humanidad. Lo más grave de esta situación
son los rostros multiplicados y diversificados de la pobreza, cada hombre
y cada mujer, cada familia que pasa por momentos de grave dificultad, donde
se les priva de lo esencial para vivir con la dignidad que le es propia.
Las consecuencias económicas y sociales de esta situación
son sólo eso, consecuencias; Sin embargo, a la base de esta situación,
hay unas claras raíces espirituales y morales. La crisis actual
es una cuestión antropológica. Lo afirma el Papa Benedicto
XVI en la Caritas in Veritate: “porque la cuestión social
se ha convertido en una cuestión antropológica”. Lo que está
en juego en esta situación es la imagen del hombre mismo. Se ha
extendido una imagen del hombre basado en sí mismo y en sus posibilidades;
dueño único de su existencia y autónomo ante cualquier
instancia exterior. Es un hombre que se hace a sí mismo y al que
pertenece cualquier decisión sobre su vida. Su juicio es última
instancia de discernimiento; todo es relativo porque depende de la pura
subjetividad.
Es un hombre que vive en la pura inmanencia, en un presente que lo
ciega y donde la materia lo es todo. El hombre contemporáneo es
dios de sí mismo. Sin embargo, en su falsa pretensión, está
también su pobreza; su divinidad le hace mascar los fracasos y lo
efímero de la existencia con una fuerza especial. La inmanencia
es arena que impide que el edificio humano tenga consistencia, “La censura
de la dimensión trascendente del ser humano, tan a menudo impuesta
por la cultura dominante, conduce a verdaderos dramas personales, especialmente
entre los jóvenes. La fe, por el contrario, libera el juicio de
la razón y de la conciencia para distinguir rectamente el bien del
mal y para arrostrar el sacrificio que comporta el compromiso con el bien
y la justicia y, por eso mismo, otorga a la vida el aliento y la fortaleza
necesarios para superar los momentos difíciles y para contribuir
desinteresadamente al bien común”.
Pero no quiero pasar por alto, lo que creo supone un peligro que nos
amenaza a todos, un peligro del que hay que hablar en voz alta, y hasta
denunciar. Me refiero, por una parte, a la falta de fe que se está
instalando en el corazón de buena parte de la sociedad, y no hablo
sólo de la fe sobrenatural –la fe en Dios-, sino de sentimiento,
cada día creciente, que todo está mal y todos son malos.
Al final nadie cree en nadie, nadie se fía de nadie. Las consecuencias
de esta actitud pueden ser graves a la hora de construir un futuro en paz
y un mundo habitable para todos. Hemos de reconocer que existe el mal,
pero que el bien es siempre mayor, aunque no haga ruido; en cualquier ámbito
de la sociedad puede haber personas que actúen mal, pero la
mayoría actúan bien. Existe la honestidad y hombres y mujeres
que trabajan en servicio a los demás. Por otra parte, es preocupante
la posición de algunos radicales que promueven la insumisión
al estado de derecho, y hasta lo defienden con llamadas a la violencia.
Estas posturas poco coherentes se convierten en un espiral que se puede
hacer difícil de controlar.
Frente a esto es necesario el diálogo, con el diálogo
no se pierde nada. No podemos permitirnos el lujo de caminar en solitario,
las ideas no pueden ser arma arrojadiza contra el otro, hemos de dejar
de actuar como contrarios para construir juntos, en el respeto a la justa
diversidad. En esta situación todos somos necesarios.
La Iglesia, en medio de esta situación, sigue anunciando la
caridad, que es el amor de Dios a los hombres, amor cercano y concreto,
tierno y efectivo:. “La caridad es la principal fuerza impulsora del auténtico
desarrollo de cada persona y de toda la humanidad”. En definitiva,
la caridad es el amor que tiene su origen en Dios. Es verdad que la caridad
ha sufrido desviaciones y pérdida de sentido, que se ha presentado
como el sustitutivo de la justicia, incluso se le ha revestido con ropajes
paternalistas y humillantes. Sin embargo, la caridad verdadera es la única
fuerza capaz de transformar al hombre y a la realidad.
La caridad no es sentimentalismo sino entrega gratuita, es amor recibido
y ofrecido, no da sino se da. La caridad exige la justicia, y vas más
allá; “quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo
con ellos”. Además no se queda en cada hombre sino que mira
al bien común, porque “amar a alguien es querer su bien y trabajar
eficazmente por él (..) Es el bien de ese todos nosotros”.
Se ama al prójimo cuando se trabaja por el bien común. “Todo
cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación
y sus posibilidades de incidir en la polis. Esta es la vía institucional
– también política podríamos decir- de la caridad”.
Es lo que se conoce como “caridad política”, tan importante y necesaria
como la caridad al prójimo, fuera de la mediaciones institucionales
de la sociedad.
Quiero terminar con unas palabras recientes de los obispos españoles:
“Al invitar a la fe, invitamos a descubrir la verdad sobre el hombre y
al coraje para acogerla y afrontarla; invitamos, en definitiva a la conversión,
es decir, a apartarse de los ídolos de la ambición egoísta
y de la codicia que corrompen la vida de las personas y de los pueblos,
y a acercarse a la libertad espiritual que permite querer el bien y la
justicia, aun a costa de su aparente inutilidad material inmediata. No
será posible salir bien y duraderamente de la crisis sin hombres
rectos, si no nos convertimos de corazón a Dios”.
15 de mayo del 2013
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix
Artículo: ASAMBLEA
CON VOCACIÓN DE PUNTO DE PARTIDA EN EL NORTE DE LA PROVINCIA DE
GRANADA-Diócesis Accitana.
Carta
Pastoral con motivo del IV Centenario del Patronazgo de San Eufrasio
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. Atravesamos años muy ricos en celebraciones. Desde que se
inició el trienio preparatorio para el Año Jubilar de la
Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo hasta ahora, casi
no hemos dejado de celebrar acontecimientos que señalan hitos importantes
en la historia de nuestra Iglesia particular. Recuerdo como principales,
entre otros, el setecientos cincuenta aniversario de la constitución
de la Diócesis con sede episcopal en Jaén, el cuatrocientos
aniversario del inicio de la construcción de nuestra preciosa Catedral,
primer templo de la Diócesis, y el centenario del inicio del Seminario
Diocesano. Además de ello, en el ámbito de la Iglesia universal,
hemos atendido otros importantes aniversarios vinculados a la celebración
del Concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II nos los ha recordado ofreciéndonos
documentos de especial interés. Durante este mismo curso pastoral
2003-2004 celebramos el ciento cincuenta aniversario de la declaración
dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima
Virgen María. Como una entrañable preparación mariana
y engarzada en el alma cristiana popular, concluimos hace escasos meses
el Año del Rosario, dedicado a María por el Papa Juan Pablo
II.
2. Todo ello nos hace pensar fundadamente que el Señor, infinitamente
bueno y providente, conocedor de las dificultades con que nos encontramos
en los tiempos que corren, quiere ofrecernos motivos de renovación
personal y eclesial, y ocasiones de estímulo para mantener y cultivar
nuestra identidad cristiana en la Comunión eclesial y en el ejercicio
de la Nueva Evangelización.El Señor nos ha elegido mediante
la vocación propia de cada uno; nos ha mostrado su confianza enviándonos
a colaborar en la misión de toda la Iglesia como miembros vivos
del Cuerpo Místico de Jesucristo. Con la gracia del Espíritu
Santo suscita en nosotros los buenos deseos de permanecer fieles a Dios.
Esta es la forma como el Señor obra en cada uno todo lo necesario
para que nuestra libertad pueda asumir la propia e intransferible responsabilidad
ante Dios.
Pero, como el Señor nos atiende con tan exquisito cuidado, no
deja además de ofrecernos puntualmente gracias especiales. Con ellas
nos ayuda a vencer cualquier tipo de cansancio, rutina, tibieza, desánimo
u olvido de nuestra vocación a la vida y de nuestra privilegiada
condición de hijos adoptivos de Dios, colaboradores suyos en la
evangelización y herederos de su gloria.
3. Por tanto, cada uno de los acontecimientos, que merecen especial
consideración por su relieve y significación eclesial diocesana
y universal, deben ser entendidos y acogidos por nosotros como gracias
especiales. Mediante estas gracias, el Señor nos recuerda la vocación
universal a la santidad, y nos ayuda a mantener la coherencia evangélica,
la constancia en la fidelidad, la esperanza firme en la plenitud gloriosa
y el anhelo confiado de la salvación eterna.4. Teniendo en cuenta
lo que os vengo diciendo, quiero recordaros con esta carta otra celebración
especialmente entrañable para quienes integramos la Comunidad eclesial
que peregrina por tierras de Jaén. El motivo de la misma celebración
es un acontecimiento que atrae los ojos de la memoria hacia nuestros más
genuinos orígenes cristianos. Celebramos el cuatrocientos aniversario
del patronazgo de S. Eufrasio sobre la diócesis
de Jaén. Fué el Obispo Sancho Dávila y Toledo quien
pidió al Papa Clemente VIII que declarara a este varón apostólico
Patrón de nuestra Iglesia particular. Así lo concedió
Su Santidad en el año 1603. Con este motivo situó la fiesta
litúrgica de S. Eufrasio en el día 15 de Mayo. Dado que
en el año 2003, en que se cumplía rigurosamente el cuarto
centenario, la atención diocesana estaba puesta de modo casi absorbente
en los actos propios de la celebración del Rosario, pensamos que
era más correcto pastoralmente desplazar los actos propios de esta
conmemoración al año siguiente dentro de la unidad pastoral
del curso 2003-2004.Una venerable tradición, muy bien acogida
por los cristianos que han ido ocupando los territorios ahora enmarcados
en los límites diocesanos de Jaén, nos transmite la creencia
de que los siete varones apostólicos, discípulos de Santiago,
enviados a evangelizar Hispania, iniciaron su misión en tierras
de Andalucía. Esa misma tradición atribuye a S.
Eufrasio la fundación de la primera Comunidad cristiana,
posiblemente en Iliturgi, desde donde se fue extendiendo sucesivamente
la luz evangélica a diversos territorios que integran en la actualidad
el área diocesana giennense.
La alegría de haber sido bendecidos por el Señor con
el don de la predicación cristiana desde los primerísimos
tiempos de la Iglesia, y el hecho de que la fe en el Señor Jesús
no desapareciera ni durante los duros tiempos de la ocupación y
de la persecución árabe se constituye en un motivo de gloria
y de agradecimiento al Señor, para quienes formamos parte de la
Diócesis de Jaén.
5. Como signo de gratitud al Señor, que nos ha privilegiado
sembrando la fe en el Dios vivo y verdadero desde los primeros tiempos
de la Iglesia mediante la predicación de S. Eufrasio, debemos hacer
memoria gozosa de nuestras raíces y manifestar nuestro ánimo
de seguir correspondiendo a la magnanimidad divina. El Señor ha
obrado maravillas entre nosotros y estamos alegres (cf. Sal 126, 2-3).
La Gracia de Dios ha sido fecunda entre los miembros de nuestra Iglesia
desde su origen. Hoy podemos ofrecer por ello al Señor frutos maduros
de santidad en S. Amador, en los santos Bonoso y Maximiano, en S. Pedro
Pascual, en S. Pedro Poveda y en tantos otros cuyas virtudes o cuyo martirio
todavía no han sido proclamadas por la Iglesia. Todos ellos entregaron
su vida como oblación generosa al Señor mediante el martirio.
Las abundantes vocaciones a la vida consagrada y al ministerio sacerdotal,
con dedicación en la propia diócesis y en distintos y lejanos
lugares de misión y de colaboración eclesial, nos hablan
también de frutos evangélicos que debemos agradecer al Señor.
La arraigada fe y devoción que reúne a los giennenses constantemente
junto a la imagen de la Santísima Virgen con tanta riqueza de advocaciones
constituye, también, un signo claro de que la acción
iniciada por S. Eufrasio y seguida por tantos apóstoles
sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares consagrados y buenos padres
de familia, ha sido bendecida por el Espíritu Santo a lo largo de
los tiempos. Es lógico, por tanto, que, aprovechando un aniversario
tan importante, de quien fue el primer obispo de Jaén, celebremos
la bondad de Dios que «ha estado grande con nosotros» (Salmo
126, 3).6. La mejor forma de celebrar y agradecer la bondad de Dios para
con nosotros consiste en renovar nuestra vida cristiana. Ayudar a ello
es lo que pretendemos con los medios que hemos puesto recientemente al
servicio de la Diócesis y que han sido acogidos con buen aprovechamiento
por parte de muchos fieles. Entre estos medios es bueno recordar las Escuelas
Arciprestales de Formación, la Reflexión Diocesana que está
siendo realizada por numerosos grupos parroquiales y extra-parroquiales,
las Misiones Populares que se han ido llevando a cabo en muchos pueblos
y en parroquias de diversas ciudades, la renovación catequética
lanzada como proyecto ambicioso y generalizado que, en el ámbito
de la juventud, se ofrece como itinerario de iniciación cristiana
con motivo de la Confirmación, la orientación cofrade apoyada
por abundantes medios impresos y por distintas acciones pastorales, etc.Es
importante y necesario que, al celebrar con algún acto especialísimo
el patronazgo de S. Eufrasio en el cuatrocientos
aniversario de su declaración, la memoria
de nuestras raíces cristianas nos mueva a reafirmar nuestra
fe, nos afiance en el compromiso de cultivarla con un profundo sentido
de responsabilidad agradecida ante el Señor y nos fortalezca en
el compromiso apostólico a favor de nuestros hermanos. Quienes
nos precedieron como testigos valerosos de la fe recibida llegaron a dar
su vida en el martirio por defender el Nombre de Jesús nuestro Salvador.
Nosotros, igualmente beneficiarios de la palabra y de la gracia divina,
debemos responder con generosidad a la vocación recibida y decidirnos
a ser miembros dúctiles en las manos del Señor para la evangelización
del mundo en el que vivimos.
Siguiendo la llamada del Papa Juan Pablo II, no debemos dejar que el
miedo nos arredre. Por el contrario, debemos abrir de par en par el corazón
a Jesucristo, porque seguir el camino de salvación que Él
mismo nos traza y nos invita a recorrer guiados por su luz inextinguible,
bien vale una vida.
La celebración del patronazgo de S.
Eufrasio ha de centrarse en un renovado interés por hacer
que fructifique entre nosotros hoy la fe que él sembró entonces
en nuestro pueblo.7. No obstante, es bueno significar puntualmente
y de forma destacada en unos actos concretos todo aquello que intentamos
como conmemoración más amplia y continuada. Por ello celebraremos
con solemnidad la fiesta litúrgica de S. Eufrasio
el Sábado 15 de Mayo próximo. El hecho de que coincida
en este día de la semana hace posible que muchos sacerdotes y fieles
puedan unirse a la Santa Misa que, si Dios quiere, yo presidiré
en la Catedral. Gozaría mucho en poder celebrarla con el mayor número
posible de sacerdotes y con una buena asistencia de fieles religiosos y
seglares de los distintos lugares de la Diócesis.Por ello invito
encarecidamente a todos los sacerdotes diocesanos, a todos los religiosos
y religiosas, a todos los seminaristas y seglares, a que, en el día
y la hora señalados, se hagan presentes en el templo catedralicio,
signo de la primera sede episcopal ocupada por S.
Eufrasio en los orígenes de nuestra Iglesia particular.
Como se trata de realizar un homenaje al que la piadosa tradición
considera el primer obispo de la sede giennense, sería muy adecuado
que los señores Arciprestes en contacto con los hermanos sacerdotes,
religiosos y seglares de sus respectivas demarcaciones, procuraran una
digna representación de los distintos sectores de la Diócesis
y de las Congregaciones e Institutos religiosos allí presentes.
De un modo especial tiene su lugar en este acto de culto el arciprestazgo
de Andújar cuya ciudad le tiene como Patrón y en la que destaca
la Cofradía que lleva su nombre.8. Además de alguna otra
actividad, que oportunamente se comunicará, comenzaremos las celebraciones
litúrgicas de la festividad de S. Eufrasio
con el canto de las Primeras Vísperas Solemnes en la tarde del Viernes,
día 14 de Mayo. A este acto invitamos de un modo especial a
los fieles de la ciudad de Jaén por la proximidad al Templo Catedralicio.Os
agradezco a todos, ya de antemano, el interés que confío
pondréis para celebrar juntos en la Catedral estos actos conmemorativos
con los que deseamos dar gracias al Señor «por todo el bien
que nos ha hecho» (Sal 116, 12).
A quienes resulte muy difícil acudir a Jaén para unirse
a la Celebración solemne de la Santa Misa el día 15 de Mayo,
encarezco hagan lo posible por celebrar la Santa Misa en sus respectivas
parroquias y monasterios, en un momento adecuado, para unirse a nosotros
espiritualmente en Comunión con la Iglesia Diocesana.
Que el Señor os bendiga y os ayude a esta renovación
personal y eclesial tan importante y urgente en nuestro tiempo y en nuestra
Diócesis.
@ Santiago García Aracil. Obispo de Jaén
San
Segundo, evangelizador con espíritu, por
Jesús García Burillo, obispo
de Ávila
Queridos
diocesanos: Como nos dice Papa Francisco: «La alegría evangelizadora
siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida… El creyente
es fundamentalmente “memoroso”» (EG 13), pues bien, hoy es tiempo
de volver la memoria hacia nuestro Padre en la fe, san Segundo. Uno de
aquellos varones apostólicos que a principios de la era cristiana
evangelizó nuestra tierra abulense. Varios manuscritos del siglo
X nos transmitieron esa memoria testimonial de los primeros evangelizadores
en España: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio
y Hesiquio fueron ordenados en Roma por los santos Apóstoles dirigiéndose
a España para predicar la fe católica… Los siete varones
confesaron que habían sido enviados por los Apóstoles para
predicar el Reino de Dios y el Evangelio… Se dispersaron por diversas ciudades.
Segundo llegó a Abula. Sus restos fueron hallados en un sepulcro
de la Iglesia de Santa Lucía, siendo trasladados a la Catedral en
1594 y sus reliquias colocadas en la capilla que lleva su nombre, donde
actualmente son veneradas.
Hacer memoria de san Segundo es volver a la fuente del anuncio evangelizador
que fundó nuestra Iglesia de Ávila, y, con él, volver
al origen y fundamento de nuestra fe que es Jesucristo, muerto y resucitado.
«Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos»
(2Tim 2, 8) recomendaba san Pablo a Timoteo. También hoy, san Segundo
nos invita a nosotros a hacer memoria de Jesucristo. Es Jesús, el
amor de Jesús, la primera motivación del evangelizador, la
experiencia de haber sido salvado por Él. Es esa pasión por
Jesucristo lo que motivó a san Segundo a salir de su tierra y lanzarse
a anunciar el evangelio. Nuestra Iglesia abulense nace en ese movimiento
evangelizador, nace de la acción misionera de san Segundo. Nos dice
el Papa que: «Si no sentimos el intenso deseo de comunicar a Jesucristo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva
a cautivarnos» (EG 264).
A semejanza de san Segundo, todos los abulenses somos discípulos
misioneros, lo somos por el bautismo, por entrar a formar parte de la Iglesia
que tiene como misión y vive de estas palabras del Señor:
«Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles
a guardar todo lo que os he enseñado» (Mt 28, 19-20). Añadió
Jesús: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20). «El verdadero misionero
–nos dice el Papa– sabe que Jesús camina con él, habla con
él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús
vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre
a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera,
pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite,
le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida,
entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie» (EG 266).
San Segundo fué un evangelizador con espíritu porque
estuvo abierto a la acción del Espíritu Santo. Como los Apóstoles
el día de Pentecostés, san Segundo acogió la fuerza
que viene de lo alto, según la promesa de Jesús: «Cuando
venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu
de la verdad… también vosotros daréis testimonio» (Jn
15, 26-27).
Ese mismo Espíritu movió el corazón de san Segundo
y lo hizo salir al encuentro de los demás, incluso fuera de su propia
tierra, para anunciar el Evangelio de Jesús.
Queridos diocesanos, en esta preparación de la Misión
diocesana que comenzaremos el próximo curso, dejémonos alentar
por el testimonio valiente y el corazón apasionado de san Segundo,
nuestro padre en la fe. Como nos dice Papa Francisco: «La mejor motivación
para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, detenerse
en sus páginas y leerlo con el corazón» (EG 264), por
eso también el espíritu de santa
Teresa de Jesús nos invita a la contemplación, al cultivo
de la vida interior, desde donde nace la pasión misionera. «El
Espíritu Santo infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio
con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente
–nos dice también el Papa–. Invoquémoslo hoy, bien apoyados
en la oración. Jesús quiere evangelizadores que anuncien
la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida
que se ha transfigurado en la presencia de Dios» (EG 259).
Con mi bendición y afecto.
+ Jesús García Burillo
Obispo de Ávila, 2 de mayo del 2014
Homilía en la festividad de San Segundo
2 de mayo de 2006.
SAI Catedral del Salvador
Ilmo. Sr. Deán, Cabildo catedralicio, sacerdotes concelebrantes;
Ilmo. Sr. Alcalde, Autoridades civiles, militares, judiciales y académicas,
queridos amigos y hermanos:
El calendario litúrgico de la diócesis nos introduce
a la fiesta de S. Segundo con esta nota sencilla:“Hallados
sus restos en un sepulcro de la Iglesia de Santa Lucía, de Ávila,
según tradición del s. XV, san Segundo se cuenta entre los
varones apostólicos que predicaron el Evangelio en la Hispania romana
y padeció el martirio entre el siglo I y II. El Obispo Don Gerónimo
Manrique de Lara trasladó los restos a la catedral de la ciudad
en 1594. Poco después, en 1615, las reliquias fueron colocadas en
la capilla de la catedral que lleva su nombre”La fe, en
la que hemos crecido en el ámbito familiar en la Iglesia de Ávila,
y la cultura cristiana que ha generado esta sociedad en la que respiramos,
son un regalo del Señor que nos ha llegado por el testimonio
de San Segundo. Su vida, entregada hasta el martirio, ha germinado
en la rica tradición de la fe cristiana en esta tierra hasta el
día de hoy. La fe, también en nuestra tierra, ha sufrido
resistencias y persecución hasta matar a sus testigos. Esos testigos
han hecho creíble su predicación con la entrega de su propia
vida. Cuánto bien nos hará profundizar en su vida y en la
larga historia de los testigos de nuestra diócesis, no dejemos que
nadie desde poderes interesados nos pervierta la historia de nuestra familia,
de la tradición que nos ha dado la vida. La cultura pública
se aleja decididamente de la fe cristiana y camina hacia un humanismo inmanentista
–acaba
de decir la CEE en su Plan de Pastoral para los próximos años-
Conozcamos
la raíz de nuestra fe, vivamos con fidelidad y entreguemos
el testigo vivo a las familias de hoy, a los niños y a los jóvenes.
Celebramos la fiesta de S. Segundo en el corazón de la Pascua
de Resurrección. El Señor Resucitado, vencedor de la muerte,
ahuyenta nuestros miedos y nos llena de confianza. El, que ha vencido al
mal, vive para siempre. Su Evangelio permanece
más allá de toda cultura y de todo poder.
La historia de Juan Pablo II, fielmente llevada al cine en la película
“Karol”, nos narra aquel encuentro que tuvo un viejo sastre con el joven
Woytila en medio del horror nazi a la luz de una vela: “Karol, el mal se
devora a sí mismo, se disfraza de muchas formas, solamente vence
el bien, solamente se vence con el amor y la palabra”. Aquel sastre le
entregó las obras de San Juan de la Cruz, magistral maestro de la
fuerza del amor en la luz de la fe en medio de la noche. Con la fuerza
del Resucitado sabemos que podemos vencer el mal y combatir la cultura
de la muerte caminando hacia la Vida. En el mismo Señor, en sus
llagas comprendemos que este camino tiene el precio de la entrega incluso
hasta el martirio, como hizo S. Segundo. El amor siempre vence. Vivamos
esta confianza y crezcamos en la esperanza.
Llevamos entre las manos el tesoro de la vida cristiana, el tesoro
que tanto necesita nuestra sociedad y que nos reclama en nuestro vivir
de cada día. Nada hay más bello que vivir como cristianos
en medio de los demás mostrando el encanto de una vida para los
otros, una vida feliz. Nuestra fuerza es interior, es la relación
con el Señor y la seguridad de su compañía en el alma.
Hemos de sentirnos verdaderos cristianos viviendo esa presencia singular
del Señor. Si a nuestro alrededor no se percibe tal presencia del
Amor será signo de que no vivimos lo que decimos creer. La vida
cristiana tiene un encanto especial que no deja indiferente a nadie y que
seduce a muchos cuando lo ven en otros, cuando lo sienten en nosotros.
Se nos ha confiado un hermoso tesoro que hemos de cuidar con todo el esmero
de nuestra parte y con la seguridad de la gracia de Cristo Jesús.
Se nos ha regalado lo mejor y así lo reconocemos cuando lo vivimos.
Debemos superar la débil transmisión de la fe a las
generaciones jóvenes, la disminución de vocaciones al sacerdocio
y a la vida consagrada – afirman también los obispos españoles-
¡Cómo necesitamos renovar en nuestra vida la fuerza de
la fe, todo el camino de la Iniciación Cristiana ! Cuando algunos
adolescentes y jóvenes comienzan a llamar a las puertas de la Iglesia
pidiendo la fe reavivan en nosotros la veracidad de nuestra propia vida
cristiana. Por eso hemos de confiar este tesoro con toda el alma para que
en ellos sea bien recibida, para que ellos sean a la vez portadores de
este tesoro. No podemos dejar de transmitir la fe y de testimoniarla, va
con la misma vida de cada día. En todos los campos de nuestra sociedad
hemos de sembrar los valores del Evangelio como los reales definidores
de la dignidad humana. ¡Necesitamos en esta hora la luz de verdaderos
cristianos en la vida pública y en la gestión política!
¡Qué consuelo experimentamos cuando vemos a testigos de la
verdad en los foros universitarios, en los colegios e institutos! ¡Qué
alivio para el dolor cuando en los centros hospitalarios dejamos paso al
Señor y escuchamos el Evangelio de la vida! ¡Qué generosidad
cuando vemos familias que ponen su patrimonio al servicio de puestos de
trabajo y dan hospitalidad real a los que vienen de lejos! ¡Qué
aliento para nuestra tierra ver hombres y mujeres que nos regalan la alegría
sencillamente con su manera de vivir lo pequeño de cada día!
El tesoro de la fe tiene un lugar privilegiado en la familia. Sabemos
muy bien lo que significa en nuestra cultura el calor del hogar, cómo
ha ido calando la vida del Señor en el amor de la familia. ¡Cuánto
bien hace la familia a nuestra sociedad y qué mal trato recibe de
quienes deberían ser sus cuidadores! Nosotros queremos seguir agradeciendo
tanto bien, fortaleciendo la vida y la fe que crece en ella. Queremos poner
a la familia en el centro de nuestra preocupación pastoral, alentando
su capacidad de transmitir la fe. Pedimos constantemente al Señor
que ponga en todas nuestras familias su misericordia y su fidelidad para
que nos ayuden a entender a todos la alegría de la fidelidad y la
riqueza del amor y del perdón. Queremos acudir a la cita de todas
las familias del mundo en su V Encuentro en Valencia con la presencia del
Santo Padre. Esperamos que sea una renovación de la esperanza en
nuestras familias y en las familias de todo el mundo. Son las transmisoras
de la fe y las educadoras generosas de los cristianos del futuro. De la
abundancia de su fecundidad nacen los nuevos sacerdotes que necesita nuestra
Iglesia para seguir anunciando el Evangelio al mundo entero. En la familia
aprendemos el exceso del amor y el atrevimiento de la generosidad para
entregar la vida entera por los demás. Nuestro Seminario espera
a los hijos de nuestras familias. Este año el Señor pasa
junto a nuestras familias sembrando abundante gracia. Vamos a cuidar de
ellas y ellas cuidarán de nosotros. San Segundo intercede por
todas ellas.
Llevamos en nuestras manos la bella misión del Señor:
transmitir su presencia viva para los niños y jóvenes de
hoy. Éste es nuestro trabajo y nuestra vida. En estos trabajos del
Evangelio nos va la vida entera y la vida de todos los cristianos de la
diócesis. Que cada uno ocupemos nuestro lugar con fidelidad en la
Iglesia de esta diócesis abulense. Éstos son nuestros tiempos,
también “recios” (recordando a Santa Teresa) en los que no cabe
escudarse en nadie, cada uno hemos de dar razón de nuestra esperanza
con nuestra vida. La verdad la tendremos en el amor en el que cada uno
“seremos examinados a la tarde de la vida” (como nos dejó marcado
San Juan de la Cruz ).
No estamos solos, con muchos o con pocos, nos acompaña el Señor.
Él estará siempre con nosotros, todos los días, hasta
el pequeño rincón en el que nos encontremos. Todo pasará,
pero el Señor estará a nuestro lado hasta la eternidad. Nos
ha tomado de la mano y no nos soltará. Pidamos al Padre de la misericordia
en esta fiesta de San Segundo que nosotros no nos soltemos de su mano poderosa.
La Eucaristía es el banquete de nuestra fiesta, la mesa de nuestra
familia, el centro de nuestra relación y la fuerza viva de nuestra
vida. Que un día, después de un camino fiel a la misión
del Señor, nos sentemos con Él para siempre en la mesa del
banquete de su Reino. Así sea.
Mons. Jesús García Burillo, Obispo de Avila
Homilía
en la fiesta de San Segundo
2 de mayo de 2005.
S.A.I. Catedral de El Salvador
Ilmo. Sr. Deán y Cabildo Catedralicio, queridos sacerdotes;
Ilmo. Sr. Alcalde y Autoridades civiles, militares, académicas
y judiciales; queridos hermanos y hermanas abulenses:
Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.
Poco antes de desaparecer de este mundo, Jesucristo ordena a sus discípulos
que lleven el Evangelio a todos los pueblos.
El mandato misionero de Jesús llegó al corazón
de los apóstoles y pronto se pusieron manos a la obra. Las primeras
salidas fueron a lugares cercanos a Jerusalén: los que se habían
dispersado iban por todas partes (Hch 8,4) señala el libro de
los Hechos. La dispersión se debía a las primeras persecuciones
surgidas en Jerusalén; pero fueron la oportunidad para llevar a
efecto el mandato esencial de Jesucristo: anunciar el Evangelio hasta el
fin del mundo. Felipe predicó en Samaria, Pedro viajó a muchos
lugares: anduvo recorriendo todos los lugares (Hch 9, 32 ): predicó
en Lida, Joppe, Cesarea. Y más tarde en Roma, capital del Imperio.El
Apóstol gran realizador de los viajes misioneros fué San
Pablo que fundó comunidades cristianas en todo el Mediterráneo.
Las principales ciudades del imperio romano en la costa norte mediterránea
fueron visitadas por Pablo; por medio de su predicación, nacieron
en ellas las primeras comunidades cristianas. Estando en la comunidad de
Antioquía surgió la iniciativa de Pablo de partir hacia los
gentiles con su compañero Bernabé. El Espíritu inspiró
a Pablo la necesidad de abrirse a los paganos, dejando a los judíos:
Era
necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios;
- dice a los judíos de Antioquía- pero ya que la rechazáis...
mirad que nos volvemos a los gentiles, pues así nos lo ordenó
el Señor: “te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves
la salvación hasta el fin de la tierra".La urgencia del evangelio
que Pablo escuchó en Damasco del catequista Ananías le llevó
a la proclamación universal de la fe, según el propio Jesús
había encomendado a los discípulos: id y haced discípulos
en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre de Padre, del Hijo
y del Espíritu (Mt 28, 18). Por medio de cuatro largos y penosos
viajes recorrió Pablo el Asia Menor, pasó a Macedonia, dedicando
especial tiempo a la comunidad de Efeso, se adentró en Grecia y
llegó más tarde encarcelado a Roma. A los romanos expresó
su deseo de viajar a Occidente, concretamente a España: Ahora,
no teniendo ya campo de acción en estas regiones, y deseando vivamente
desde hace muchos años ir donde vosotros, cuando me dirija a España...
pues espero veros al pasar, y ser encaminado por vosotros hacia allá
(Rm 15, 23). A pesar de estar prisionero en Roma, prosiguió su
evangelización y padeció el
martirio en tiempo de Nerón, hacia el año 64.
También Pedro llegó a Roma, atraído sin duda por la
importancia de la ciudad como capital del imperio romano. La comunidad
cristiana de Roma tuvo siempre una clara conciencia de haber sido fundada
por Pedro. Las excavaciones practicadas en la Basílica
de San Pedro confirman los datos históricos y la misión
conjunta de los apóstoles Pedro y Pablo en dicha ciudad de Roma.
Hace tan sólo unos días el nuevo Papa Benedicto XVI ha confesado
su fe ante la tumba de San Pedro, como primer acto de su pontificado, y
los obispos lo hacemos en la visita ad limina.Por la predicación
de los santos apóstoles la fe cristiana había llegado a los
habitantes de la cuenca del Mediterráneo. Ya en el siglo II San
Ireneo de Lyón, hacia el 202, menciona las Iglesias en España,
entre los celtas, en Oriente, en Egipto y Libia y en las provincias germánicas
(Ad Haer I, 10,2).
Clemente de Alejandría, (+ antes del 215) pudo decir que la
doctrina de nuestro Maestro no permaneció sólo en Judea,
como la filosofía en Grecia, sino que se propagó
por toda la tierra habitada (Strom VI, 18, 167).
La llegada de la fe cristiana a España se conoce por antiguos
documentos, huellas arqueológicas y antiguas tradiciones sobre los
orígenes del cristianismo: algunas de las cuales hemos admirado
en nuestra reciente exposición Testigos. Las más importantes
de estas tradiciones son la predicación de Santiago, el viaje
a España de San Pablo y los siete varones apostólicos.
¿Quiénes
fueron estos varones apostólicos?Varios manuscritos
del S. X, cuyos textos fueron redactados ya, probablemente, en el S. VIII,
han conservado las actas o vidas de estos siete varones.
Torcuato,
Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecelio y Hesiginio
fueron ordenados en Roma por los santos apóstoles Pedro y
Pablo y se dirigieron a España para predicar la fe católica.
Conducidos por Dios, llegaron a Acci (Guadix), donde se celebraban las
fiestas de Júpiter, Mercurio y Juno. Reconocidos los varones cristianos,
arremetieron sus moradores contra ellos, persiguiéndolos
hasta el río, donde los perseguidores perecieron en gran
número, al romperse
milagrosamente
el puente. A una matrona de nombre Luparia le confiesan que han sido enviados
por los santos apóstoles para predicar el Reino de Dios y el Evangelio
en España. Luparia construye una basílica, en cuyo baptisterio
es bautizada, y los varones se distribuyen por toda la región, convirtiendo
paganos al cristianismo. De los siete varones, Segundo marchó
a Abula –dicen los manuscritos-.
¿Qué datos tenemos de los orígenes de la fe cristiana
en nuestra Iglesia de Ávila? La fundación de nuestra comunidad
cristiana en Ávila por parte de San Segundo proviene de historias
locales. La primera referencia data del año 1327, cuando
un chantre pide ser sepultado “entre el altar de San Blas y el de San
Segundo”, y en el año 1481 se manda guardar en el mes de mayo
la fiesta de San Segundo en la Diócesis : Son las dos primeras
referencias históricas del Obispo San Segundo.
Este relato histórico del nacimiento y transmisión de
nuestra fe cristiana nos lleva a remontarnos hasta los orígenes
mismos de la predicación apostólica, de la que toda la fe
cristiana procede: Fueron los apóstoles Pedro y Pablo quienes anunciaron
valientemente, con parresía, a Jesucristo resucitado, bautizaron
a judíos y gentiles y fundaron comunidades que profesaban su fe
en Jesucristo, su esperanza en la vida eterna y su amor radical como manifestación
del amor del mismo Dios a los hombres. El amor fué el distintivo
de la primera comunidad.La predicación apostólica se fundamenta
y comunica al Hijo de Dios, que toma la carne humana, se hace uno con el
hombre y le ofrece salir de sus miserias, elevándole a la categoría
de Hijo de Dios, de cuya naturaleza participa por adopción. He aquí
la dignidad del ser humano: La gloria de Dios
es el hombre viviente proclama San Ireneo (Adv Haer IV, 20,7).
Esta es nuestra grandeza, la grandeza de la fe cristiana que nos fué
transmitida desde los comienzos de la vida de la Iglesia y ha crecido entre
nosotros con tal fuerza que de aquí han nacido grandes confesores
y mártires: Vicente, Sabina y Cristeta, Pedro Bautista, y otros
27 sacerdotes más cercanos a nosotros. Así como los grandes
místicos Teresa, Juan de la Cruz y Pedro de Alcántara.
Sin embargo, la grandeza de la historia de la Diócesis de Ávila
no radica en sus grandes personalidades, sino en la presencia continua
de Dios entre nosotros y nuestra fe en Aquel que todo lo puede y de quien
todo lo esperamos. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados,
sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle
y comunicar a los otros la amistad con Él –decía el Papa
en su primera homilía-.La fe cristiana ha sido transmitida durante
los siglos en nuestra sociedad abulense por la Iglesia misma que se hace
presente en la historia, se manifiesta mediante la palabra, la liturgia,
la caridad; y por las principales instituciones que han colaborado en la
transmisión de esta fe que se ha hecho cultura: la familia, la escuela
y la sociedad. Durante siglos estas instituciones han sido portadoras de
elementos esenciales de la fe cristiana que han dado vida, identidad a
nuestra sociedad. Pero ahora –en líneas generales- tales instituciones
han dejado de ser transmisores de la fe. Hemos de hacer un examen de conciencia
serio sobre la situación de estas instituciones en relación
con la transmisión de la fe. Cada uno de nosotros recibimos los
sacramentos de la iniciación cristiana y con ellos la misión
y la responsabilidad de transmitir la fe que nos fué legada desde
los Apóstoles Pedro y Pablo por la sucesión de obispos hasta
el momento presente. ¿Nuestras familias, nuestros colegios, nuestra
sociedad abulense transmite la fe cristiana a nuestros hijos?
Es muy importante el valor artístico que posee cada piedra de
las que componen esta maravillosa Catedral y cuantos tesoros forman el
Patrimonio histórico-artístico de la Diócesis de Ávila.
Lo sabemos y debatimos con frecuencia. Pero mucho más bello e importante
es el fundamento que sostiene dicho Patrimonio: la fe de la Iglesia transmitida
generación a generación de cristianos; y el espíritu
que anima dicho patrimonio no es otro que el Espíritu de Dios encarnado
en las vidas de los fieles cristianos abulenses. Nuestro reto, está
en la calidad de nuestra fe y de la transmisión de la misma a las
generaciones venideras.Por eso se hace más difícil comprender
y es mucho más dolorosa la pérdida de la fe que se observa
entre nosotros. El lento alejamiento de la práctica religiosa de
importantes sectores de nuestra sociedad. Tememos que una parte de nuestra
sociedad camina hacia el desierto. Lo decía el Papa en la
Misa de inicio de su Pontificado: Hay muchas formas de desierto: el
desierto de la pobreza, el desierto del hambre, el desierto del abandono
y de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto
de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen
conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre, los desiertos exteriores
se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores.¿No
os parece, queridos amigos y hermanos abulenses, un inmenso desierto la
nueva ley, todavía en proceso de discusión, que desfigura
la institución del matrimonio en algo sustancial como en su constitución
por un hombre y una mujer según el derecho natural y la cultura
de todos los tiempos y latitudes? Sería una ley injusta y perjudicial
para el bien común. Es evidente que, en cuanto personas, los homosexuales
tienen en la sociedad los mismos derechos que cualquier ciudadano y han
de ser respetados y acogidos por todos nosotros. Pero es obvio y natural
que el matrimonio sólo puede ser contraído por una mujer
y un varón, y el Estado no puede reconocer un derecho inexistente,
a no ser actuando arbitrariamente. Las razones que avalan estas proposiciones
son de orden antropológico, social y jurídico –ha dicho la
CEE (c. Ejecutivo), las Iglesias cristianas y confesiones religiosas (comunicado);
y han ratificado de un modo u otro el Consejo de Estado, el Consejo General
del Poder Judicial, la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
(Informes) y 500.000 firmas de ciudadanos-.
El Cardenal Presidente del Pontificio Consejo para la Familia ha declarado
que sería una ley inhumana, fruto de una extraña idea
de la modernidad, aconsejando incluso la objeción de conciencia
a los profesionales relacionados con la aplicación de la ley. La
aprobación de esta ley podría ser la provocación
más importante que ha sufrido no sólo la fe cristiana sino
también la sociedad y la cultura de todos los tiempos. San Segundo
no podrá bendecir la primera unión entre personas del mismo
sexo en nuestro Ayuntamiento, si esta llega a darse.Sin embargo, a pesar
de todo, ¡ la Iglesia está viva! Esta ha sido la aclamación
del nuevo Papa al observar la maravillosa e increíble experiencia
universal de los católicos en la despedida de Juan Pablo II, y la
bienvenida a Benedicto XVI, en especial de los jóvenes. ¡
La Iglesia está viva y la Iglesia es joven! No podemos vivir alienados,
en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad
sin luz - nos ha dicho el Pontífice-.
La historia de nuestra Iglesia de Ávila nos dice que infinitas
personas desde hace siglos, y cada uno de nosotros ahora personalmente,
hemos sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada
hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con
Él. He aquí nuestra grandeza y tesoro: nuestra fe.
La fiesta de San Segundo es un día propicio para dejar entrar
a Cristo plenamente dentro de nosotros. Para renovar nuestra fidelidad
y compromiso con el precioso don de la fe en Jesucristo que nos trajo San
Segundo. Jesucristo nada puede quitarnos, por el contrario, hace nuestra
vida más bella. Quien deja entrar a Jesucristo no pierde nada, nada
absolutamente nada, de lo que hace la vida libre, bella y grande –ha
asegurado el Santo Padre-.
Lo pediremos a Dios al final de esta Misa: Cólmanos de alegría,
Señor, en la fiesta de tu obispo y mártir San Segundo: en
ella veneramos a quien ha puesto fundamento a nuestra fe. Así sea.
Jesús García Burillo,
Obispo de Avila
Festividad
de San Segundo
3 de mayo 2004. Iglesia de San Ignacio
Seréis
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines
de la Tierra (Hch 1,8).
Con estas palabras se despide Jesús de los Doce y los envía para que sean testigos suyos por toda la redondez de la tierra. Están en Jerusalén, han vivido juntos durante largo tiempo y han compartido importantes acontecimientos: la vida pública, los días de la pasión, muerte y el tiempo en que Jesús se les ha mostrado con el cuerpo glorioso. A partir de ahora la relación entre ellos no será la misma. Pasarán de una relación humana, basada en los sentidos, a otro tipo de relación fundada en el Espíritu y en la Gracia. Los Apóstoles están viviendo esta experiencia final y se disponen a vivir de otro modo, y a llevar a cabo la misión que Jesús les encomienda: Ser testigos por todos los lugares de la tierra empezando por Jerusalén. Os saludo a todos, queridos amigos abulenses, Ilmo. Sr. Deán, Cabildo y Sacerdotes concelebrantes, Ilmo. Sr. Alcalde y autoridades civiles, militares, académicas y judiciales. Celebramos la fiesta de San Segundo en unas circunstancias especiales dado que hemos trasladado la fecha de la celebración al lunes, respetando la celebración del IV Domingo de Pascua, y porque hoy mismo; va a tener lugar la inauguración de la Exposición de Las Edades del Hombre en Ávila. La fiesta de San Segundo, por consiguiente, tiene lugar el mismo día de la apertura de la Exposición: Testigos. San Segundo está hondamente ligado este año al concepto de Testigo. Más aún podemos decir que San Segundo ha sido el primer testigo de Jesucristo en los campos de Ávila. Es así como va aparecer para todo visitante de la Exposición. Una vez que haya contemplado cómo los símbolos de Pentecostés, el fuego, el aire y el agua se transforman en los testigos humanos vivientes, el visitante se tropezará, en primer término, con San Segundo. La imagen del Santo varón Apostólico será el primer testimonio de fe abulense que contemplaremos en nuestra visita. Con él empezó la historia de la Iglesia en Ávila. El ha sido el primer testigo de la fe en Jesucristo, que nos ha transmitido a los abulenses el fuego del Espíritu, el soplo de la vida, el agua de la regeneración. Por él empieza la fe cristiana en Ávila, la salvación del Señor, la vida en el amor, la esperanza en una vida nueva y definitiva. Su presencia histórica en Ávila hubo de corresponder a la difusión de la religión cristiana por todo el Imperio Romano por medio de los varones Apostólicos. Éste fue el ámbito de expansión y el cauce por el que la Iglesia alcanzó la evangelización, vocación universal a la que había sido llamada para ser testigo del Señor. ¿Cómo llegó
San
Segundo a ser testigo del Señor?
Este es el testimonio que San Segundo nos ofreció hace XIX siglos y el que nos ofrece hoy, el día de su fiesta: ¡Os lo anunciamos!. Por la transmisión de la fe que recibieron los mismos Apóstoles dan fe de lo que vieron y oyeron, de lo que contemplaron, de lo que tocaron sus manos. Con San Segundo comienza la cadena de transmisión de la fe en Ávila. En la Exposición, veremos, inmediatamente después de él, las imágenes de otros nuevos testigos, los que conocemos a continuación en el tiempo, comenzando en el siglo IV de nuestra historia, los hermanos mártires Vicente, Sabina y Cristeta. La palabra mártir, como sabéis, significa precisamente testigo. El mártir es un testigo que hace una declaración muy especial. Declara lo que dice entregando su propia vida, derramando su sangre, como la derramó Jesús, el primero de los Testigos, el único que ha visto al Padre, por eso habla de lo que sabe y da testimonio de lo que ha visto al Padre (Jn 3,11). Jesús no habla de sus propios conocimientos, sino de lo que ha visto y oído junto al Padre. No creer a Jesús equivale a rechazar al Padre. Él ha sido el Testigo fiel (Ap 1,5) que dio a conocer al Padre coronando su testimonio con el sacrificio de su vida: para esto he venido al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37). Jesús como Testigo y propio testimonio de vida constituye el ser y la base de todo Testimonio cristiano. Una de la características del testimonio de los Apóstoles fue la osadía, el atrevimiento, el coraje con que hablaban de Jesucristo. Su predicación encendía los corazones de los oyentes, les invitaba a la conversión: Arrepentíos, bautizaos confesando que Jesús es Mesías para que se os perdonen los pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y para todos los extranjeros que llame el Señor Dios nuestro. Les urgía además con otras muchas razones y los exhortaba diciendo: poneos a salvo de esta generación depravada (Hch 2,38-40). Los Apóstoles conseguían su objetivo; con su palabra y testimonio que expresaba una gran autoridad, el Señor iba agregando a la comunidad a aquellos que habían de salvarse. En aquel día se les agregaron unos tres mil (2,41). Podemos imaginarnos a San Segundo predicando la palabra y haciendo maravillas como Pedro y Juan. Tanto que las autoridades de Jerusalén veían en ellos un verdadero desafío: ¿Qué vamos a hacer con estos hombres? Es evidente para todos que han realizado una señal extraordinaria (4,16). La Exposición nos muestra las huellas de esta predicación y del testimonio de los primeros mártires. Allí podremos ver en cuatro capítulos los efectos de la predicación de San Segundo: el fuego del Espíritu, con el nacimiento y la expansión misionera de la Iglesia en Ávila; la intrepidez de la Palabra: contemplando los escritos que se hicieron como consecuencia de la transmisión: biblias, evangelios, comentarios, doctores de la Iglesia y santos predicadores; la osadía del amor, entrando en comunicación con los santos que destacaron por sus obras de caridad y con los mismos milagros de Cristo; y finalmente el gozo de la celebración, con todos aquellos elementos celebrativos: ornamentos litúrgicos, orfebrería que nos permiten acercarnos al misterio que en la Iglesia celebramos. También el quinto y el sexto capítulo de la Exposición han de considerarse como la expansión de la fe, traída a Ávila por San Segundo: la intrépida fe de Isabel la Católica y la cumbre de la experiencia cristiana encarnada en Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Pedro de Alcántara, la osadía del gran misionero y mártir Pedro Bautista.... son los exponentes, las huellas, los testimonios de personas que conectan con nosotros los presentes testigos de Jesucristo Resucitado. San Juan en el texto de su carta que hemos recordado nos decía: esto os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Este es el punto de conexión entre San Segundo y nosotros hoy: él nos lleva a la comunión con Jesucristo. La serie de testimonios que hemos vivido a lo largo y ancho de la historia de la Iglesia de Ávila enlazan nuestra vida con la vida de Cristo y la del Padre. Ellos dieron testimonio en su vida de la misión que Jesucristo les encomendaba. San Segundo hoy, su sucesor el actual Obispo de Ávila hoy nos entrega el testigo a nosotros, la antorcha de la luz, el espíritu de la vida: ¿qué vas a hacer tú, cristiano abulense del S. XXI? ¿cómo vas a ser testigo de Jesucristo en un medio de una cultura hostil, pagana, con frecuencia agresivamente contraria al testimonio de la fe recibida desde San Segundo? Ese es el desafío que tenemos planteado los cristianos, la propuesta que también nos va a hacer la Exposición. El video llamado Túnel de los Testigos. Tratará de conectar directamente el testimonio de San Segundo y de todos los testigos de Ávila con nuestro propio testimonio. Sin olvidar, naturalmente que nosotros hemos de ser transmisores del testigo. Nosotros esta mañana tenemos un medio más directo e inmediato que el túnel. Es Jesucristo mismo presente en nosotros por la Palabra y el Sacramento. La Eucaristía nos pone en comunión con Jesucristo, Testigo del Padre. En él se funda toda nuestra vida cristiana, todo nuestro testimonio apostólico. Que Santa María Madre de
todos los testigos de la Iglesia nos acompañe hoy como el día
de Pentecostés, nos ayude y nos dé la energía necesaria
para manifestar y transferir con osadía la fe que nos ha sido transmitida.
Amén.
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El Cristo Resucitado de Villoldo 19/10/2004
Queridos hermanos y amigos:
Quienes leéis o escucháis esta cartahabéis
visitado sin duda las Edades
del Hombre en nuestra Catedral de Ávila. ¡Qué
maravilla! Esta es la expresión que con mayor frecuencia yo he oído
después de la visita: Qué maravilla: las imágenes,
la disposición, la luz, la catedral y el mensaje. El mensaje es
lo más claro de todo: “testigos”.En
la Catedral aparecen centenares de testigos: San Segundo,
San Vicente y sus hermanas, Santa María Magdalena, Pedro Berruguete,
Isabel
la Católica, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Pedro de
Alcántara, San Pedro Bautista…¡innumerables! Testigos en
buena parte abulenses. ¿Testigos de quién, testigos de
qué? ¡Testigos del Resucitado!
El Resucitado de Isidro de Villoldo (1550) es la primera imagen
de la Exposición, resplandeciente, en madera lacada. Testigos del
Resucitado son todos los que aparecen a continuación en la muestra.
Testigos en la
predicación, testigos en la oración, testigos en el amor
comprometido, en el compartir fraterno, testigos
algunos hasta el derramamiento de su sangre. Lo fueron muchos
en tiempos adversos, tiempos recios, como los de la Santa,
tiempos de persecución como los de San Vicente, tiempos de adversidades
culturales como la primera generación de cristianosy
los místicos, tiempos adversos en la política, como los
de Isabel la Católica. Todos ellos fueron testigos del Resucitado,
tan bellamente expresado aquí. Al final de la Exposición,
como bien sabemos, se nos invita a sumarnos a la galería de Testigos
contemplados: ¡usted también puede ser testigo!Durante
el tiempo de esta Exposición hemos vivido una especie de violento
terremoto cultural, en lo que afecta a las costumbres del pueblo español.
Empezamos a oír hablar de un Estado laico. No sabíamos exactamente
qué habría detrás de esta expresión. Simultáneamente
y poco después empezaron a aparecer casi en forma
de catarata desbordante noticias de proyectos, propuestas que salían
de algunos miembros
o de la misma mesa del gobierno de la nación: leyes progresistas,
laicas y modernas, se las llamó. La primera decisión fué
un decreto paralizando la Ley de Calidad de la Enseñanza, que más
tarde se concretó en la presentación de las bases de reforma
educativa en la que se anuncia una nueva asignatura obligatoria: Educación
para la ciudadanía y una asignatura
laica sobre el hecho religioso que equivaldría a una
religión del Estado o “formación del espíritu nacional”,
como algunos la han llamado.
Ha sido presentada ya por el ministerio de Justicia la Ley del matrimonio
entre personasdelmismo
sexo. Se ha anunciado una ley sobre el divorcio exprés,
sobre la eutanasia, sobre la ampliación del aborto, sobre la investigación
con embriones. De una forma más directa, en relación a la
Iglesia, se ha hablado de la posible revisión de los acuerdos Iglesia/
Estado, o incluso de una hoja
de ruta para llegar a la anulación de los llamados privilegios
de la Iglesia.
No es fácil encontrar en la historia, en tan corto espacio de tiempo,
tantos cambios que afectan a la moralidad que un pueblo ha mantenido como
inapreciable valor durante siglos, a no ser en momentos de golpes de Estado.¿Cómo
vamos a reaccionar? ¿Qué vamos a hacer los testigos del Resucitado
en esta situación en la que un gobierno promueve un estado laicista,
agresivo contra la manera de pensar de una gran parte del pueblo español?
¿Qué hará el 82 % de padres de alumnos de primaria
que el año pasado solicitaron la enseñanza de Religión
Católica para sus hijos? ¿Qué harán las familias
cristianas, profesores, periodistas, los movimientos apostólicos
familiares, las gentes de buen sentido ante el anuncio de una ley que declara
“matrimonio” con todos sus derechos a la unión de dos personas del
mismo sexo? ¿O ante una ley que prevé la disolución
del matrimonio sin los procesos más elementales? ¿Qué
podrán hacer los médicos y científicos católicos,
los juristas y abogados, los políticos creyentes de diversos partidos,
con la conciencia clara sobre el derecho a la vida ante la previsible Ley
sobre la eutanasia o ampliación del aborto? ¿Qué harán
los católicos ante un acoso tan directo a los sentimientos de un
pueblo que hunde sus raíces en la persona de Jesucristo a quien
tan bellamente hemos contemplado en la imagen de Isidro de Villoldo?
El Papa hace un año escribía una carta a Europa recordándonos
que a pesar de todas las dificultades que la fe experimenta en el
presente, Cristo Resucitado está siempre con nosotros: No temas,
soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos (Ap 1, 17-18).
Después de haber visitado la exposición, esta es la hora
de los testigos. Es la hora del testimonio cristiano para quienes han estado
en Ávila en estos meses y para cuantos sienten en su conciencia
la fe en Jesucristo, en la vida de la Iglesia, o experimentan convicciones
mantenidas en el corazón de los seres humanos desde siglos.
Con el mayor respeto y afecto hacia todos, hoy es imprescindible
el testimonio
de los creyentes y hombresde
buena voluntad.Con mi abrazo fraterno.
Jesús García Burillo, Obispo de Avila
[edades-es@invescon.es]
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Homilía de la misa de Santiago 2004
“Volver
al centro de nuestra fe”. Solemnidad de San Cecilio
Homilía en la Solemnidad de San Cecilio, patrón
de la ciudad y de la Archidiócesis, en la Abadía del Sacromonte,
con la participación de las autoridades civiles y militares de la
ciudad y el pueblo cristiano.
Fecha: 01/02/2015
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa
de Nuestro Señor Jesucristo;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
seminaristas;
Junta Directiva y miembros de la Hermandad;
Excelentísimo Sr. Alcalde;
Excelentísimo ayuntamiento;
Autoridades civiles y militares que nos acompañáis en
esta mañana;
Queridos hermanos y amigos todos:
El género (no se si decir literario), el contenido del mensaje cristiano, el más fundamental siempre, no tiene la forma ni de un discurso moral, ni de una lección magistral de ninguna clase; tiene una forma esencialmente de testimonio. Los Evangelios son, ante todo, un testimonio, de los evangelistas y de la Iglesia, cuya tradición ellos recogen. San Juan lo dice expresamente: “De lo que hemos visto damos testimonio y nuestro testimonio es verdadero”.
La Carta de San Pablo que acabamos de leer es un perfecto ejemplo de cómo las mismas cartas del Nuevo Testamento son, ante todo, testimonios de lo que ha acontecido en su vida. San Pablo hace referencia incluso a esa vida suya en algún momento: antes perseguidor de la Iglesia, después cómo el encuentro con Cristo cambió el corazón y el alma de aquel fariseo, hijo de fariseos y bien educado en las tradiciones rabínicas y en la ley judía, para hacerle un heraldo de Cristo justamente dando testimonio de quién había sido Cristo en su vida.
A mí, en este día de San Cecilio, y justo cuando recordamos, como tantas veces lo hemos hecho ya, los orígenes de nuestra tradición cristiana sabiendo que muchas de las cosas que rodean la figura de San Cecilio, en la medida en que están vinculadas a los Libros Plúmbeos, hay que leerlas con el modo de decir las cosas que tienen los textos orientales y, por lo tanto, hay que entenderlos propiamente y no como si fueran documentos, reportajes gráficos o reportajes históricos que hay que leer al pie de la letra, sino entenderlos, y yo creo que su mensaje es bien sencillo y bien bello, y este lugar. Pero la memoria de San Cecilio, al menos el nombre, es mucho más antigua que los Libros Plúmbeos y podemos, en todo caso, recordar los orígenes de nuestra tradición cristiana y lo que esa tradición significa, y la belleza que esa tradición tiene y la gratitud por tenerla. Y ahí yo quiero daros, sencillamente, mi testimonio.
Yo he nacido en una familia cristiana, sencilla, normal, mis padres eran emigrantes del norte de España que con muy pocos años (17 tenía mi madre cuando se fue a vivir a Madrid y a servir, como se decía entonces; hoy se dice a limpiar casas o a cuidar ancianos, en fin, de alguna otra manera), ella se fue a servir. Y en esa familia humilde, creyente, pero en la que tampoco eran especialmente beatos, en el sentido que estaban a todas horas en… (o lo que la gente llama beatos, entendedme), yo empecé a asistir, a ir con más cercanía a la parroquia del barrio donde vivíamos, en Argüelles, porque supe que en aquella parroquia había un futbolín y al lado de mi casa había otro futbolín pero estaba en una taberna y a mí no me dejaban entrar, y aquello costaba mucho; era un sacadineros lo del futbolín y mi familia era humilde. Y tampoco los taberneros, que eran amigos de mis padres, me dejaban entrar allí. Total que cuando supe que en la parroquia había un futbolín yo me fui a la parroquia a jugar con otros chicos allí al futbolín por la tarde. Allí conocí a un buen sacerdote, que nos enseñó, nos abrió el camino de desde ayudar en misa hasta pasarlo bien en una excursión, hasta aprender cantos y, desde luego, jugar al futbolín (hacíamos unos campeonatos fantásticos de futbolín y de pin pon). Y un día volví a mi casa diciendo ‘yo quiero ser como D. Esteban’. Y en el Seminario donde yo me formé (…). Alguna vez lo he expresado yo. Estudiando literatura a los 17 o 18 años, o así, tuve la ocasión de leer “La Regenta” y muchas veces he dado, en privado y en público, gracias a Dios por haber conocido una Iglesia que no era como la de “La Regenta”, es decir, por haber crecido en una Iglesia oxigenada, donde la vida se vive a la luz del día y se vive de una manera transparente, fresca, con mucha alegría, donde uno no se avergüenza jamás de lo que es, porque lo que es no es nunca mérito de los esfuerzos ni de los trabajos de uno, sino una gracia de Dios preciosa que ha recibido y de la que deseas que los demás participen porque quieres que participen de tu propia alegría, de la novedad de vida que tú has encontrado.
En aquel Seminario en el que yo viví no teníamos las puertas cerradas a nada. Yo recuerdo perfectamente los cursos de cine en los que veíamos el cine de Bergman y el de Pasolini, además de ver el de John Ford (…), y otros directores de distinto tipo. Por ejemplo, hacíamos obras de teatro y nosotros estrenamos en España (y lo puedo decir aunque fuera una celebración relativamente privada, porque venía gente e incluso venía en aquella época que estaba empezando Televisión Española; venía Televisión Española a grabar aquellas obras de teatro que hacíamos en el Seminario, desde poner autos, algún auto medieval y algún auto sacramental de Calderón, como “La Hidalga del Valle”, por ejemplo, hasta haber estrenado realmente en España “Madre Coraje” de Bertolt Brecht o (…) o “La Alondra” de Anouilh).
Yo en aquel Seminario leí a Unamuno, leí a Sartre, leí a Camus; se me enseñaba sencillamente que la fe cristiana cuando uno se había encontrado con Jesucristo podía afrontar cualquier realidad del mundo, no para discutir con ella ideológicamente, sino para acoger lo que de verdad hay en cualquier posición humana, y con afecto y con amor poder si las personas quieren, iluminarla desde Jesucristo. A mí se me enseñó que la libertad era un bien sagrado, intocable, que el Evangelio se extendía por la belleza de la vida de quienes lo vivían y, sencillamente, por el atractivo que esa forma de vida tenía para los hombres, no a base de comer el coco a nadie, no a base de perseguir a las personas y tratar de hacer prosélitos a toda costa, no a base de achuchar. Y también se me enseñaba que la verdad era lo más importante. Nunca se me forzó –yo creo que, por mi forma de ser, si alguien me hubiera como impulsado a ser sacerdote, seguramente, por espíritu de contradicción o por mi sangre asturiana, a lo mejor hoy no lo sería-, sino que siempre me dijeron ‘lo que Dios quiere para ti es lo que va a cumplir tu corazón, tus anhelos más profundos, tus esperanzas más profundas, lo que te hará más feliz, y eso lo tienes que ver tu delante de Dios, sólo procura no engañarte, porque la mentira siempre es un camino que nos empequeñece y nos destruye, y la verdad es un camino que engrandece a los hombres’.
Dios mío, he dado muchas gracias porque mi experiencia de la Iglesia fuera ésa, a lo largo de mi vida, desde el comienzo de mi adolescencia. Y aún hoy yo deseo con toda mi alma. Yo creo que lo que el Concilio intentó; lo que Juan Pablo II mostró de una manera desbordante en su ministerio con sus cualidades personales; lo que Benedicto XVI ha enseñado con una forma de ser absolutamente diferente y ha enseñado en unos escritos que nos sostienen en esa conciencia; y lo que el Papa Francisco está promoviendo ahora mismo como reforma de la Iglesia, como reforma de la Curia, tiende a eso, que es a lo que nos invita también la fiesta de hoy. Recordar los orígenes de nuestra tradición cristiana es recordar el centro de esa tradición y tenemos que dejar caer muchas escamas y sin ninguna nostalgia de pasados (de pasados, además, no siempre claros y, a veces, bastante oscuros y bastante decadentes). Volver al centro de nuestra fe.
¿Cuál es ese centro? Lo que dice una lectura que sale en la noche de Nochebuena: “Ha aparecido la Gracia de Dios y su amor a los hombres”. Y la experiencia de esa Gracia, la comunión entre nosotros, que cuando la acogemos crea esa Gracia, es lo que nosotros podemos ofrecer al mundo. Y ofrecerlo con humildad, con sencillez, pero sin ningún tipo de complejos, porque no estamos ni imponiendo nada ni ofreciendo nada de lo que tengamos que avergonzarnos, sino ofreciendo aquel don que hace posible que la humanidad, en lo que tiene de humana y en lo que tiene de más auténtico, pueda florecer.
Recojo unas palabras que he recogido otras veces de la primera intervención pública de Benedicto XVI, cuando decía: “Jesucristo no nos quita nada. Jesucristo cuando lo acogemos en la vida nos permite ser nosotros mismos en plenitud”.
Mis queridos hermanos, a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido momentos en los que la Iglesia ha hecho resplandecer preciosamente esa verdad en la multitud de sus santos y ha habido momentos de decadencias terribles. Sospecho que muchos de vosotros, imagino que muchos de vosotros habéis seguido la serie “Isabel”, y uno ve aquella Iglesia paganizada y alejada sencillamente del corazón de su fe, que provocó la reforma del Concilio de Trento, reforma a la que está ligada la historia de esta Casa y la construcción de esta Casa, cuyo motivo más profundo a mí me parece que detrás, repito, de todas las leyendas y todas las historias de los Libros Plúmbeos, se trataba de curar las heridas entre dos pueblo que habían vivido llenos de odio y matándose, como eran los moriscos y los colonizadores castellanos, y el Sacromonte trató de establecer un puente y de ser un lugar de estudio, que está muy vinculado. La obra San Alfonso María de Ligorio recuerda la vida del fundador del Sacromonte y la pone al lado de los grandes santos de la España del siglo XVII, justo al lado de los esfuerzos evangelizadores de San Juan de Ávila, de los reformadores como Teresa de Jesús o como Juan de la Cruz, y como tantos otros.
Pero en este contexto de Andalucía, San Juan de Ávila y el origen del Sacromonte están muy cerca el uno del otro, y están muy cerca también como conciencia de que es necesario volver a educar en cuál es la esencia de la fe, e incluso el Sacromonte trataba de promover una música litúrgica y una celebración de la liturgia más sobria que el Barroco, que estaba en ese momento empezando a florecer y que, a veces, hacía difícil a los fieles entender ni siquiera los cantos que se cantaban, por la multiplicidad de las voces o por los preciosismos y los virtuosismos a los que entregaban los cantantes en aquel momento y que formaban parte de aquella paganización del mundo cristiano.
Yo creo que desde el Concilio Vaticano II (…) el esfuerzo claramente del Papa Francisco es reformar la Iglesia. ¿Reformarla, cómo? Volviendo. La Iglesia no se reforma adaptándola, adaptando la fe o adaptando las costumbres de la Iglesia a las costumbres del mundo. No, no se reforma mundanizándose. Se reforma volviendo a la esencia del acontecimiento cristiano: la Gracia de Dios, que abre nuestro corazón a la verdad y al amor; una cultura de la verdad y del amor. Así es como definía muchas veces San Juan Pablo II la tarea que la Iglesia tenía que hacer, y yo creo que en nuestra Diócesis, también con lo que hemos estado viviendo y estamos viviendo, es para nosotros, ante todo, una llamada a los orígenes, una llamada al centro de nuestra experiencia cristiana, una llamada a la conversión y a la purificación. Necesitamos reformar nuestras vidas. Necesitamos que no hayan demasiados oropeles que distraigan de lo que es el anuncio de Jesucristo. Y el anuncio de Jesucristo es nuestra vida.
La vida de todo ser humano es sagrada a los ojos de Dios. Y de todo ser humano, todo a lo largo de su vida, desde el instante de su concepción hasta su muerte natural. Y es sagrado a los ojos de Dios porque el Hijo de Dios ha derramado su Sangre por nosotros. Y entonces, la actitud de un cristiano es, fundamentalmente, como fruto de la Gracia, y sin separarlo de esa Gracia un amor a lo humano, a todo lo humano, a todo lo constitutivamente humano. Uno de los nombres que Jesús tenía en la Iglesia antigua era “amigos de los hombres”. Lo hemos olvidado. Después, eso se ha secularizado: la palabra “filantropía”, que es lo que significaba. Pero Jesús era llamado por los cristianos de los primeros siglos el “amigo de los hombres”. A mí me parece una expresión preciosa para expresar lo que es el fruto de la vida cristiana, especialmente de los más débiles, de los más necesitados, de los enfermos, no de los estatus sociales y en la misma vida de la Iglesia, no la búsqueda de puestos, sino, sencillamente, la búsqueda de “el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el último de todos, que se haga el servidor de todos”: ésa es la grandeza cristiana. Y ésa es la misión de quienes somos sacerdotes: servir, servir, servir a la alegría que brota de la Gracia; cuando los hombres, cuando el corazón del hombre se encuentra con la Gracia brota una vida nueva llena de verdad, llena de amor y de misericordia por la condición humana, repito, por todo lo humano, desde la familia, los intercambios comerciales, la vida económica, la misma vida de la “polis”, hecha de afecto de cooperación hacia un bien que sea bien de todos, que es lo que ha llamado la tradición cristiana “bien común”. Pero también de todos los hombres, de los amigos y de los enemigos. Justo porque el cristianismo no es una ideología se puede amar, también. Nos lo dijo el Señor: ‘Si sólo amáis a los que os aman, qué mérito tenéis’. También a los enemigos, y a veces no es fácil, desde luego no es fácil. Y a veces no es fácil encontrar la respuesta, pero tampoco importa la respuesta; importa simplemente que nosotros estemos edificados sobre la verdad y sobre el amor.
Mis queridos hermanos, yo, en este día de San Cecilio, le pido al Señor, para mí y para toda la Iglesia de Granada, que podamos acercarnos a esa verdad de Cristo; y esa verdad es de tal manera condición de una humanidad floreciente, de una humanidad buena, que vale la pena hasta dar la vida por ella, hasta dar la vida por esa Gracia. Una palabra del Salmo dice “Tu Gracia vale más que la vida”. San Pablo, en la lectura de hoy, nos recordaba “Yo quería daros no sólo el Evangelio, sino hasta mi vida misma”.
Puedo deciros que en mi relación con el pueblo que el Señor me ha confiado esa actitud está grabada a fuego en mi corazón. Yo quisiera daros el Evangelio, claro que sí, a todos, y que llegara a donde más posible y si tuviera que dar mi vida, os la daría también, con gusto, con un afecto grande, con un amor que es el que ha salvado mi vida y que es la única salvación en la que el mundo puede poner su esperanza.
Termino simplemente diciendo que en el momento del encuentro con el Papa Francisco yo le pedí la bendición para toda la Diócesis de Granada y para su pastor. Me la dió y os la transmito hoy gozosísimamente.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de febrero de 2015
Solemnidad de San Cecilio
Abadía del Sacromonte
Escuchar homilía
Al inicio de la celebración eucarística, Mons. Javier Martínez se dirigió al pueblo cristiano y les anunció la Bendición Papal que dio al final de la Santa Misa, con Indulgencia Plenaria para quienes lo deseasen con las condiciones habituales.
Todos los Obispos de todas las diócesis del mundo tienen concedido por el Santo Padre la posibilidad de hacer la Bendición Papal en tres ocasiones cada año, y a partir de este año (normalmente, se hacían en la Catedral) haremos dos en la Catedral y una la haremos el día de San Cecilio. ¿Qué significa esto? Que la celebración de San Cecilio, el día de su fiesta, es como una fiesta, como una celebración jubilar, en el sentido de que todas aquellas personas que lo deseen con las condiciones habituales (que son confesarse en torno al día de la fiesta de hoy, recibir el perdón de los pecados, recibir la Comunión y rezar un Padrenuestro por las intenciones del Santo Padre -que son las necesidades de la Iglesia y del mundo, no son otras-), con esas tres condiciones uno puede recibir, no el perdón de los pecados, que se administra y concede en el Sacramento de la Penitencia, pero sí esa especie de fortaleza que nos da la santidad que siempre hay en la Iglesia. Aunque muchas veces no salga a la luz o no tenga la resonancia, pero todos los meses hay mártires cristianos, todos los días hay muchas personas que dan su vida por amor a algún enfermo o a sus familiares o a la unidad de los hombres o a la Gloria de Dios, y que la ofrecen desde los hospitales, desde tantos sitios, desde la vida de los hogares. El pueblo cristiano está lleno de santidad. Y, por así decir, es el depositario de esa santidad o el administrador, más bien, de esa santidad es el Santo Padre, pues nos la distribuye, nos la devuelve para que la fortaleza que tiene esa santidad que existe en el pueblo cristiano podamos hacer frente mejor a las dificultades de la vida y a las dificultades que nos crean en la vida nuestros pecados o el pecado de los hombres.
Con esa disposición, vamos a comenzar el acto penitencial y luego, al final de la Eucaristía, yo impartiré la Bendición Papal.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de febrero de 2015
Solemnidad de San Cecilio
Abadía del Sacromonte
ESCUCHAR
HOMILÍA
COMUNICACIÓN
DEL ARZOBISPO A LA DIÓCESIS DE GRANADA AL HACERSE PÚBLICO
SU
NOMBRAMIENTO COMO ARZOBISPO DE TOLEDO
1.- Mis queridos hermanos y hermanas, sacerdotes, religiosos y
religiosas fieles cristianos, autoridades: Cumplo el deber de comunicar
con sencillez a todos, a toda la Iglesia diocesana, que el Santo Padre,
el Papa Juan Pablo II, en su gran benignidad, se ha dignado nombrarme Arzobispo
de la Archidiócesis de Toledo.2.- Bien sabe Dios que he aceptado
esta nueva misión en la Iglesia con plena obediencia, fidelidad
y sentido de comunión. Lo nuestro es obedecer, ponerse en camino
hacia la tierra que el Señor nos envíe por medio de su Iglesia.
Por
esa misma obediencia y fe vine hace casi seis años a Granada desde
las tierras de Ávila para contribuir,
a pesar de mis limitaciones y miserias, a la edificación de la Iglesia,
cuyo arquitecto y constructor sólo puede ser Dios.
Como reza mi lema episcopal, tanto entonces como ahora, sólo
pretendo una cosa: "cumplir la voluntad del Señor", en su Nombre
"echar de nuevo las redes" donde Él me señale por medio de
su Iglesia. Me pongo en las manos de Dios, en su misericordia que no tiene
límite para con todos - también para conmigo -, y me confío
a su inmensa bondad. Todo lo confío en Él y a Él;
todo lo espero de Él; como dice uno de los salmos: "acallo y modero
mis deseos como un niño en brazos de su madre". En el nombre del
Señor y por su palabra emprenderé el camino hacia la diócesis
de Toledo, con la que, a lo largo de la historia, la de Granada ha tenido
tantos vínculos.3.- Con la gracia y el auxilio de Dios, de la
Santísima Virgen María, a la que invocamos los granadinos
con el dulce y entrañable título de Nuestra Señora
de las Angustias, de los santos vinculados a Granada -San
Cecilio, San Gregorio de Elvira, San Juan de Ávila,
San Juan de Dios, San Juan de la Cruz...-, y con vuestra ayuda orante y
vuestro afecto, procuraré cumplir fielmente el ministerio que ahora
se me encomienda. Que el Señor me conceda humildad, sabiduría,
luz y fortaleza para conducir aquella Iglesia hermana como buen pastor,
conforme al corazón de Dios.4.- El día 1 de febrero de
1997, solemnidad litúrgica de san
Cecilio, nuestro patrono y guía, inicié el
ejercicio del ministerio pastoral entre vosotros y a vuestro servicio.
Lo emprendí, gracias a Dios, con mucha esperanza; y con mucha esperanza
he recorrido el camino estos años, con mucha esperanza y ánimo
confiado he trabajado por el Evangelio y por vosotros hasta el final, por
la inmensa bondad que Dios ha mostrado y muestra para conmigo. Mi experiencia
en estos cinco años y nueve meses da fe de que es verdad que Cristo
camina junto a nosotros, "el mismo, ayer, hoy, y siempre"; que Él
está con nosotros como Pastor supremo y que es quien lleva a su
Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida.
5.- No es el momento de la despedida, pero os confieso con franqueza
mis sentimientos y mi experiencia en estos momentos.
Siento de verdad que la bondad del Señor nunca me ha dejado
abandonado, aunque yo no le haya sido fiel en toda ocasión y momento,
y no le haya correspondido, en mi torpeza y pecado, a su amor y su gracia.
¡Que Él, en su amor infinito y en su entrañable ternura
y misericordia, me perdone, como sólo Él sabe hacerlo!. Os
pido y espero que también vosotros me perdonéis.
6.- Os confieso que me siento en paz, aunque, como es normal, con un
profundo dolor: dejaros a vosotros a los que quiero como hijos, hermanos
y amigos, me cuesta, me produce un hondo dolor, como una especie de gran
desgarrón en mi alma, que sólo se consuela por el amor y
la bondad de Dios, por su gracia, y por el gran afecto que también
he recibido y recibo de vosotros, de todos los granadinos sin excepción.
Experimento
ahora la misma sensación que tuve cuando hube de abandonar mi Ávila
querida: una experiencia de libertad y "gozo" -mezclado con lágrimas-
del siervo que dice: "aquí estoy para cumplir tu voluntad". "iré
donde tú me digas", "mándame". Me encuentro tranquilo y esperanzado;
con esperanza y confianza asumo la nueva misión que me encomienda
el Señor.
7.- Inseparablemente quiero expresaros a todos con una sola palabra,
la más bella sin duda del lenguaje humano, todo lo que siente mi
corazón hacia vosotros: "¡Gracias! Gracias una y mil veces,
gracias siempre. Por gracia divina, mi vida ha estado y estará unida
a las vuestras, y esto me llena de alegría. Todo lo vuestro he deseado
sentirlo como mío, precisamente porque es vuestro. Y de verdad que,
aunque torpe y frágilmente, me he sentido uno más de vosotros:
granadino con los granadinos. He gozado. Me habéis hecho gozar.
Y junto con los gozos no han faltado sufrimientos, que vosotros me habéis
hecho más ligeros, porque el mundo es complejo y difícil;
porque también cuando se ama, se sufre; y porque lo de ser Obispo
no es fácil, ni es enseña de triunfalismo o comodidad, sino
de la Cruz de Cristo.
8.- Que Dios os pague a todos cuanto, mucho, habéis hecho conmigo:
a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, de vida
contemplativa o activa, al resto de personas consagradas, a los fieles
cristianos laicos, a los que trabajan en las distintas acciones de la Iglesia,
a los seminaristas, a todas las autoridades civiles, judiciales, militares,
universitarias, a todas las fuerzas sociales y políticas, a todos,
sin excepción, singularmente a los pobres y a los últimos,
a los enfermos y a los que sufren, que sois los que lleváis la Iglesia
y la humanidad y a los que seguramente no he atendido bastante.9. - Permitidme
que os diga que no me ha movido otra cosa, al estar con vosotros como hermano
y para vosotros como Obispo, que intentar vivir y proclamar que Dios es
Dios, que sólo El es el único necesario, que El es la fuente
de la que mana la única agua que puede saciar el corazón
insatisfecho del hombre, que en El está la raíz de la libertad
y el fundamento de la esperanza para todo hombre. Como os decía,
en la primera homilía que os dirigí en el comienzo de mi
ministerio en Granada, no he querido saber otra cosa, ni entregaros otra
cosa -al igual que Pablo o que Pedro- que a Cristo, y a éste crucificado;
mi única riqueza y mi única palabra con la que vine a vosotros
era Jesucristo, a quien no podía silenciar, y a quien deseaba que
vivieseis en vuestras vidas, en la entraña misma de nuestra querida
Granada.Por eso ahora, de nuevo en esta comunicación, os repito
lo que tantas veces me habéis escuchado con palabras del Papa: "¡No
tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo, abrid las puertas
de par en par al Redentor!, para que El entre en vuestras vidas, le conozcáis,
le améis y le sigáis; y así deis testimonio de que
El es el único salvador y la verdadera esperanza para los hombres.
Venid todos a El. Venid a El particularmente vosotros, los jóvenes,
que andáis ansiosos de libertad, hambreando felicidad y dicha y
encontrareis la fuente inagotable que apague vuestra sed". Permaneced
fieles a Jesucristo, presente en su Iglesia. Permaneced fieles a la Iglesia
para permanecer en Cristo; amadla. La amo entrañablemente con todo
cuanto soy.
10.- Rezad por mí y por la Iglesia hermana de Toledo. Rezad
por nuestra diócesis de Granada. Rezad para que Dios envíe
pronto un nuevo pastor conforme a su corazón que conduzca a esta
Iglesia por los caminos de la verdad, de la santidad
y de la comunión, impulsando decididamente la nueva evangelización
con las orientaciones y directrices trazadas en el Plan Pastoral Diocesano.
Que la Virgen María os proteja a todos y os acompañe en vuestroscaminos.
Un abrazo y mi bendición para todos. (Granada, 24 de octubre
2003, fiesta de San Antonio Mª Claret).
Víctor
Corcoba
CORCOBA@telefonica.net
El 1 de febrero del 2013, día en que se celebra en la
Archidiócesis la Solemnidad de San Cecilio, el Arzobispo, Mons.
Javier Martínez, presidió la Eucaristía por el rito
hispano-mozárabe, junto con el Cabildo en la Abadía del
Sacromonte.El calendario litúrgico propio señala que en la
Ciudad -el día 1 de febrero- se celebre como Solemnidad y en el
resto de la Archidiócesis como fiesta. En
la web activar escuchar
homilía.
El domingo 3 del 2013, por ser el domingo posterior al día 1, se celebró la Eucaristía en la Abadía del Sacromonte, que presidió el Arzobispo y concelebró el Cabildo Colegial. Asímismo asistieron el alcalde, las autoridades municipales y todos los fieles granadinos que participaron en la tradicional fiesta de San Cecilio. En la web activar escuchar homilía.
Eucaristía de la Toma de Granada, en la Capilla Real 2-1-13
Escuchar
la Homilía del Arzobispo de Granada,Mons. Javier Martínez,
en la Festividad de San Cecilio, domingo 5 de febrero del 2012 escuchar
homilía
En
las Santas Cuevas del Sacromonte aparecieron en el siglo XVI las reliquias
de los discípulos del Apóstol Santiago: San
Cecilio, San Tesifón y San Hisicio.
Sermón homilético(17'11'')2007
Queridos hermanos, Sacerdotes,
querido Sr. Alcalde,
queridas Autoridades que nos acompañáis:
Es el día de San Cecilio como siempre una ocasión
junto con otras celebraciones a lo largo del año como es el día
de la Toma, el día de la Hispanidad, pues para ponernos ante los
ojos la hermosa y gran Tradición de la que somos hijos y
para recuperar el aspecto de su significado y de su valor para el presente
y para el futuro que es, diríamos, lo que a nosotros nos provoca
y nos reta a ejercer nuestra humanidad en este mundo, en esta cultura,
en estas circunstancias, en esta situación
que tiene poco que ver con la de hace 50 años y digamos con la del
momento, por ejemplo, en que se erige la Abadía del Sacromonte.
Yo sé que en esta Tradición hay muchas cosas
por las que pedir perdón, muchas cosas por las que tener que aprender
en el sentido de aprender para que no vuelvan a suceder, aprender para
evitar sus errores o esas desviaciones de la propia Tradición.
También sé que el concepto "tradición"
en nuestro contexto es un concepto marcao por el descrédito,
por la desmemoria, cuando en realidad el ser humano construye su experiencia
de sí mismo, del mundo: la realidad siempre son una tradición
y siempre en torno a algún tipo de "liturgia" que simbólicamente
expresa el valor de las cosas, el interés de las cosas, la articulación
de los distintos aspectos de la realidad de un modo modelo. También
sé, sin embargo, digo a pesar de esas desviaciones y de tantos errores,
especialmente la otra introducción en la vida cristiana de un modo
de afirmarse a sí mismo o de afirmar la propia identidad que
tiene que negar al mismo tiempo la del otro y casi inevitablemente
genera divisiones entre los hombres o violencias. Ya Juan Pablo II al proclamar
el gran Jubileo del año 2000 hace referencia a ello con toda claridad
y envidió ese apartarse para siempre de ese camino; ya sé
sobre todo que es un camino del período de la modernidad más
que de la antigüedad cristiana.
También sé -es evidente para todos yo creo- que en esa
Tradición hay cosas tan bellas como aquellas de las que habla San
Pablo, describe, describen el verdadero misterio de la Iglesia, su verdad
profunda, la comunicación de la vida de la que Cristo nos ha hecho
portadores, vasijas de barro, pero portadores para vida de los hombres,
para el bien de los hombres, para la esperanza y la alegría del
mundo.
También aquí,
al
celebrar hoy este día, pues quizás el día de San Cecilio
en el Sacromonte pues hay un aspecto que no es posible olvidar
y sobre el cual quisiera hacer hoy una pequeña reflexión,
y es el hecho de que en cierto modo nuestra Tradición no vive como
en Alemania o la misma Italia pues hundidos diríamos en una continuidad
inmediata desde los orígenes aquí recordados,
los orígenes del cristianismo en nuestra región, en nuestra
Granada; ciertamente, los historiadores podrán matizar todo lo que
sea necesario, ciertamente la Tradición cristiana en Granada es
tempranísima y en el sur de España, que pudiera, diríamos
sin exceso ninguno de imaginación y con una sobriedad histórica
grande, pues remontarse al primer siglo, al segundo siglo de nuestra era
en el peor de los casos y por tanto es extraordinariamente temprana y tenemos
todos
los motivos del mundo para dar gracias por esta Tradición.
Pero tampoco podemos olvidar que Granada, nuestra Granada es una fundación
moderna. En cierto modo una buena parte de España es unafundación
moderna. Es una, ciertamente les diré, es una reconstrucción
moderna de la memoria histórica; para el pueblo cristiano diríamos,
si uno mira a los cristianos en España y sobre todo en Andalucía,
la memoria histórica viva en el pueblo cristiano los Santos de referencia
son San Ignacio de Loyola, son San Juan de la cruz, son Santa Teresa de
Jesús, son Santos modernos, son Santos que emergen en España
de una manera además frondosísima en los orígenes,
en los comienzos de la modernidad.
Y claro eso tiene su punto, es un hecho contigente, es
un hecho que es así, pero tiene su belleza y su grandeza y al mismo
tiempo sus límites y al ser conscientes tanto de esa belleza y de
esa grandeza como de sus límites nos puede permitir situarnos, situar
la fe, situar la misión de la Iglesiagravedad en los comienzos
del siglo XXI de una manera más consciente, más auténtica,
más verdadera con respecto a la verdad profunda de nuestra Tradición.
No, no me refiero yo al hablar de la modernidad sólo al hecho de
los libros plúmbeos, que están en el origen de la Abadía,
y que la Iglesia fué la primera en proclamar públicamente
que constituían una falsificación: Yo creo que llena una
intención preciosa profundamente cristiana en algún sentido,
en muchos sentidos, movida sin duda creo yo en mi pobre conocimiento por
el deseo de promover la paz entre la comunidad de origen morisco y la comunidad
de origen castellano, la paz y la convivencia, y por tanto un intento
nobilísimo de construir diríamos una convivencia equilibrada
entre las dos comunidades. Sin embargo, la modernidad es también,
a nadie se le oculta a estas alturas de la historia que ha sido también
junto a graves y asombrosos avances tecnológicos, junto a posibilidades
de comunicación entre los hombres inesperadas hace muy pocas décadas,
la posibilidad de comunicarse por email casi en tiempo real prácticamente
con el Japón o cualquier otra parte del mundo, no! ha desarrollado
posibilidades de humanidad y de comunicación extraordinariamente
grandes. Pero al mismo tiempo es una época de fragmentación,
de división de lo humano, de división de las esferas de lo
humano y a lo largo del siglo XX pensadores, yo creo que ninguno de ellos
de origen cristiano, más bien de origen marxista y en todo caso
alejados muchos de la Tradición cristiana, han ido percibiendo en
las demás tragedias que ha marcado el siglo XX los signos de la
gran modernidad, los signos de una cultura que cada vez más sólo
podía permanecer como retórica y en parte como retórica
pública, pero cada vez menos creíble en sus fundamentos
últimos, no!. Y recibiendo al mismo tiempo diríamos la destrucción
de lo social, la destrucción de las tradiciones capaces de sostener
la vida de los hombres, la disolución de la modernidad en lo que
se ha venido en llamar, aparte del tiempo de palabra mejor, la postmodernidad,
el nihilismo, y del mismo modo el hombre es destruido de tantas maneras,
donde el hombre vive una soledad tan pavorosa, que se puede proceder a
crear la impresión que se convierta en una paranoia colectiva, pero
destruído por la droga, destruído por el alcohol, destruído
por las luchas de poder que parecen constituir casi el único contenido
verdadero de la vida social. Y así. Y a lo largo del siglo XX
esa conciencia que se destruía un mundo se iba haciendo más
consciente en los círculos de la inteligencia o más despiertos
diríamos a una vida de sobre la historia. Desde hace no muchas décadas,
no más de dos o tres hablo en sajón al menos, ha ido surgiendo
la conciencia, dando por supuesto esa destrucción, de que la única
manera de recuperar lo humano, a partir y aceptando la postmodernidad,
es justamente recuperar un sentido purificado de la Tradición,
de las tradiciones. Diríamos sí. Y eso para salvar lo
que habíamos entendido por modernidad, los ideales de igualdad o
de fraternidad,o de convivencia entre los hombres, pero que esos ideales
no se consiguen diríamos mediante la exclusión de lo sagrado,
mediante la exclusión de Dios, de la conciencia y de la vida pública
de los hombres, mediante la desaparición del lenguaje moral como
un lenguaje capaz de sostener esa misma vida social.
En ese sentido yo me confieso que para la Iglesia
es un riesgo terrible la desaparición de la
modernidad en la misma medida en la que nosotros hemos atado los
vínculos, atado los destinos de la Iglesia a los destinos de la
modernidad. Si la Iglesia se vincula de tal manera con la modernidad que
se pueden casi identificar, ¡muere la modernidad y muere la Iglesia!
Pero la postmodernidad el mundo, si queréis desnudarle de ideologías,
más bruto en su capacidad de crítica de sí mismo y
renace
en el fondo de esa miseria en muchos sentidos una inquietud humana genuinamente
verdadera. Y en ese sentido la complicidad del corazón humano
y del Evangelio vuelven a salir a la luz de un modo captable que durante
siglos no ha sido posible. La necesidad que el hombre tiene de una misericordia
que sea capaz de perdonar nuestras miserias, nuestras
rupturas,
nuestras heridas a lo largo de la vida, las heridas de la familia, las
heridas de la convivencia, la necesidad de una misericordia así,
la imposibilidad para el hombre de fabricarse y de construirse una misericordia
semejante y de reconstruir su corazón hace posible pensar justamente
en ese contexto postmoderno en una recuperación de la Iglesia no
en un sentido diríamos como antes de la crisis, no en un sentido
con nostalgias de situaciones o memorias diríamos del pasado reciente,
sino una recuperación de la Tradición que por las mismas
circunstancias tiene la gracia de Dios de recuperar su significado humano
y de reformularse en unos términos que conectan directamente con
lo humano más allá de ideologías, más allá
de fracturas diríamos de un tipo o de otro, diríamos sociales
de todo tipo que han marcado la historia reciente no solo de España,
sino de Europa.
Mis queridos hermanos, perdonad esta especie de disgresión,
que necesitaría mucho más tiempo para ser expuesta de una
manera suficientemente matizada y menos burda en sus planteamientos, en
sus observaciones. Pero el momento que nos ha tocado vivir es un momento
de grave riesgo para la humanidad en nuestras sociedades avanzadas. Y de
grave riesgo porque la única categoría moral, si es que
esta se le puede llamar moral, que permanece es la categoría del
poder y la categoría de la producción y del consumo Y
detrás de eso hay una humanidad que se deshumaniza constantemente,
cuyo sufrimiento crece, crece detrás de las máscaras de bienestar
constantemente y que supone una llamada para nosotros, para todos: cada
uno desde su posición, cada uno desde su responsabilidad diríamos
a responder de la manera más sencilla, más verdadera, más
auténtica, más desnudamente humana posible. Y en ese sentido
a cooperar, incluso desde perspectivas muy diferentes, incluso si queréis
desde historias diferentes y hasta confrontadas, a cooperar al bien común
que se convierte en el bien de cada persona humana, que se convierte en
la posibilidad de un camino nuevo de encontrar el corazón, la esperanza,
razones para vivir, razones para perdonarse, para trabajar juntos, razones
para amar la vida y para construir juntos un mapa sonado para quien venga
detrás de nosotros. Esa es la misión de la Iglesia, no se
destruye la del amor ?¿También soy perfectamente consciente
de que nuestras adherencias a un determinado mundo, a una determinada cultura
no son fáciles diríamos de exercer en función o cuando
se deshacen o cuando se desnudaron las Iglesias después
del Concilio, se desnudaron y se quedaron desnudadas. No,
se trata de recuperar el significado profundo tan exquisitamente humano,
tan verdaderamente humano del acontecimiento profundo de nuestra fe, nuestra
experiencia que constituye la base de lo mejor de la cultura occidental
y de nuestra propia cultura en España.
Y yo lo pido para mí, lo pido para los Sacerdotes
de la diócesis, lo pido para los cristianos de la diócesis:
Que el Señor nos dé sabiduría, luz, capacidad de testimonio
para adquirir valor, para proclamar como decía san Pablo el Evangelio
de Dios no con la prudencia de la carne, no tratando de agradar a los hombres
sino por profundo amor a los hombres, tratando de juzgar la verdad
de la que uno sin mérito ninguno ha sido hecho el propietario. Tratando
de comunicar la conciencia de que existe una mirada positiva en
la historia, una mirada positiva pues porque hay un destino, porque hay
un don, porque hay un amor que es el fondo de toda la realidad. Y como
fruto de ese amor la vida humana merece la pena ser vivida en libertad
y ser la ciudad humana construída como
un
grupo de hijos que construyen su propia casa. Ojalá
quiera el Señor concedernos ese don y quiera el Señor concedernos
a los cristianos ser instrumento de esa construcción, cada uno,
repito, desde la misión, desde el lugar en que el Señor
nos ha puesto.
Me parece que celebrar la Eucaristía en este contexto,
en este marco deja de ser simplemente la repetición rutinaria de
un gesto que se viene haciendo, que hay que hacer todos los años
para adquirir un profundo significado la ofrenda del pan y del vino, nuestra
ofrenda personal adquiere una verdad, una carnalidad histórica extraordinariamente
espesa: La certeza de que la Gracia no nos faltará si
abrimos el corazón al don de Dios también adquiere una seguridad
y un rubor humano extraordinarios. ¡Que el Señor nos conceda
vivir eso por el bien de todos, por el bien de nuestra querida Granada!
+Mons. Francisco Javier Martínez Fernández, ARZOBISPO
DE GRANADA
Tengo miedo a perder la maravilla
Si tú eres el tesoro oculto mío,
de tus ojos de estatua, y el acento
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
que de noche me pone en la mejilla
si soy el perro de tu señorío,
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
no me dejes perder lo que he ganado
tronco sin ramas; y lo que más siento
y decora las aguas de tu río
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
con hojas de mi otoño enajenado.
para el gusano de mi sufrimiento.
Federico García Lorca , (1898-1936) SONETO
DISCURSO
DO ARCEBISPO DE BRAGA, JOÀO PECULIAR(1138-1175)
EM 30 DE JUNHO DE 1147“Há já uns 358 anos ou até
mais 2 que tendes ilegitimamente nas vossas mãos cidades que são
nossas e a posse das nossas terras, anteriormente a vós habitadas
por cristãos a quem nenhuma espada de exactor forçou a abraçar
a fé, mas só a palavra da pregação tornou filhos
adoptivos de Deus, no tempo do nosso apóstolo Santiago e dos seus
discípulos,Donato, Torquato, Secundo, Indalécio,
Eufrásio, Tesifonte, Victor, Pelágio e muitosoutros
assinalados varões apostólicos
(3). Temos nesta cidade como testemunho
o sangue derramado pelo nome de Cristo no tempo do governador romano Daciano
4 por parte de mártires como Máxima, Veríssimo e a
virgem Júlia 5. Consultai o concílio de Toledo celebrado
no tempo de
Sisebuto, glorioso rei nosso e também vosso;
é-nos testemunha Isidoro, arcebispo de Sevilha, e o bispo de Lisboa
desse tempo, Viérico, com mais de duzentos bispos de toda a Hispânia
6. Atestam-no ainda nas cidades sinais manifestos das ruínas das
igrejas 7.”(3)Os «varões apostólicos», ou fundadores
das mais antigas igrejas episcopais hispânicas, aparecem já
em Actas escritas pelo séc. VIII. Os seus nomes são: Torquato,
de Acci (Guádix), Tesifonte, de Bergium (Bejar); Esício,
de Carcer (Carcesa); Indalécio, de Urci (Almería);
Secundo,
de Abula (Atila); Eufrásio, de Iliturgi (Andújar)
e Cecílio, de Illiberis (Elvira). Teriam sido enviados a
Espanha
por Pedro e Paulo a partir de Roma. Tendo chegado a Acci, foram perseguidos
pelos pagãos, mas deles foram milagrosamente salvos, pois, quando
eles corriam no seu encalço, desabou uma ponte que atravessavam.
Dispersaram-se eles pela região hispânica a evangelizá-la.
Foi-lhes dedicado um monumento em Guádix, onde todos os anos lhes
era prestado culto no dia 1 de Maio
junto de uma oliveira que florescia nesse dia. Esse culto espalhou-se e
entrou nos martirológios, calendários e livros litúrgicos.
A legenda deriva certamente de tentativas mais ou menos generalizadas de
garantir apostolicidade para as diversas igrejas. Cf. Dom Henri Quentin,
Les Martyrologes historiques du Moyen Âge, Paris, 1908, p. 102; J.
Vives, "Varones apostólicos", in Diccionario de Historia Ecclesiástica
de España, Madrid, 1975; J. Vives, "Tradición y legenda en
Ia hagiografia hispânica", Hispania Sacra, 18, 1965, 495-508; Ángel
Fábrega Grau, Pasionario Hispânico, Madrid, 1953, I, 125-130.
A legenda deve ter tido ramificações, mas é praticamente
impossível seguir o seu percurso; é provável que sob
o nome de Víctor pretenda João Peculiar referir-se a S. Víctor
de Braga, que, segundo o Pasionario Hispânico, era apenas catecúmeno;
sob o nome de Pelágio está certamente o célebre mártir
de Córdova do ano 925, cujo culto se difundiu rapidamente, chegando
até ao Reno e ganhando os favores da corte leonesa. Posteriormente,
junta-se-lhe S.
Pedro
de Rates como discípulo de Tiago, o qual teria sido o
primeiro bispo de Braga;
na mesma sequência Basileu, também discípulo de Tiago,
seria o fundador da igreja do Porto. Para Évora já o Livro
das Calendas da Sé de Coimbra, para o dia 21
de Maio, mencionava o nome de Manços, que André de
Resende admite como tendo participado na entrada triunfal de Cristo em
Jerusalém e acompanhado a Última Ceia. Cf. Miguel de Oliveira,
"Lendas apostólicas peninsulares", in Lenda e História, Lisboa,
1964, pp. 79-110; J. Fernández Catón, San Mancio; culto,
leyenda y religuias, León, 1983.Nem os historiógrafos
gregos, nem os latinos, tiveram a idéia de uma história universal
que abarcasse de uma só vez todos os tempos e todos os espaços.
Coube aos escritores da Patrística - amparados na Bíblia
- erigir a concepção providencialista,
procurando nos fatos sinais da manifestação divina ao homem.
Para isso, parecia-lhes necessário retomar todas as histórias
parciais, reunindo-as numa seqüênciacontínua.