Alfa y Omega > Nº 794 / 12-VII-2012 > Raíces
Doce diques
frente al relativismo
Desde 1936 a 1939, los obispos
de la Iglesia en España volvieron a ser probados hasta dar la vida,
algo que no sucedía desde el Imperio romano. Doce de ellos derramaron
la sangre por amor a Jesucristo: seis ya han sido beatificados y otros
tres lo serán próximamente. El libro Los doce obispos
mártires del siglo XX en España (Edice), de María
Encarnación González, cuenta sus vidas y sus circunstancias
martiriales, y reproduce los retratos que de ellos ha realizado la pintora
Nati Cañada. Señala monseñor Martínez Camino
en el prólogo: «Los obispos mártires murieron perdonando.
Nos enseñan que quien pierde la vida por amor a Dios la gana para
siempre, y hace de su vida un dique frente al relativismo»
Eustaquio Nieto,
obispo de Sigüenza
Hijo
de albañil, de joven hacía adobes para ayudar en casa. Al
comenzar el alzamiento, le ofrecieron huir de la diócesis: «Lo
que sea de mis sacerdotes será de mí», contestó.
Le detuvieron en el Seminario, junto a varios religiosos, y allí
se confesaron y oraron juntos. El 26 de julio de 1936, milicianos de la
FAI y la CNT le sacaron, le arrojaron de un coche en marcha, y luego lo
fusilaron. Su cuerpo lo quemaron dos veces; le reconocieron por el pectoral
y el rosario.
Salvio Huix,
obispo de Lérida
El
23 de julio de 1936 abandonó la casa donde se refugió, para
no comprometer a quienes le escondían. Le metieron en la cárcel,
y allí mostró su caridad repartiendo la comida que le hacían
llegar y participando en los trabajos más penosos; también
pudo confesar, predicar y distribuir la Eucaristía entre los presos.
Al alba del 5 de agosto, los subieron a un camión y pidió
ser el último en ser fusilado, para poder sostener y dar la absolución
a los demás.
Beato Cruz Laplana,
obispo de Cuenca
El
20 de julio de 1936, explotó una bomba en el palacio episcopal.
El obispo se dirigió inmediatamente al sagrario para consumir las
Formas. Ya preso, el alcalde le ofreció un disfraz para escapar,
pero él dijo que su uniforme era la sotana; y su deber, estar junto
a sus fieles. Su secretario le acompañó al martirio; ambos
se arrodillaron y se absolvieron mutuamente, y el obispo dijo: «Que
Dios os perdone, como yo os perdono y bendigo».
Diego Miguel
Serra, obispo de Segorbe
Con
sólo veinte días como obispo fueron a detenerlo. Ya había
rechazado, por dos veces, la posibilidad de huir, para poder permanecer
en su sede junto a sus fieles. Los milicianos le torturaron cruelmente,
buscando información sobre un inexistente tesoro que decían
que escondía en el palacio episcopal, y luego lo fusilaron. Era
el 9 de agosto de 1936. «Vosotros podéis matarme, pero no
podéis impedir que yo os bendiga», fueron sus últimas
palabras.
Beato Florentino
Asensio, obispo de Barbastro
En
los años duros de la República, ofreció trabajo en
la catedral para ayudar a los parados, pero eso no impidió que lo
detuvieran al estallar la guerra. Encarcelado junto a numerosos religiosos
de la diócesis, el 8 de agosto de 1936 lo llamaron a un nuevo interrogatorio.
Antes de salir, pidió al prior benedictino: «Por lo que pueda
ocurrir, deme la absolución». Esa noche lo torturaron horriblemente
hasta el punto de sufrir mutilaciones, mientras se burlaban de él:
«Si es verdad eso que predicáis, irás pronto al cielo».
A lo que contestó: «Sí, y allí rezaré
por vosotros». De madrugada, lo llevaron al martirio, y exclamaba:
«¡Qué hermosa noche para mí! Me lleváis
a la Casa del Señor, me lleváis al cielo». Murió
perdonando a sus verdugos, y al final de la guerra su cuerpo se descubrió
incorrupto.
Beato Narciso
de Esténaga, obispo de Ciudad Real
El
18 de julio de 1936, ofrecieron a monseñor Esténaga pasar
a la zona nacional, pero él replicó: «Precisamente
ahora, cuando los lobos rugen alrededor del rebaño, el pastor no
debe huir; mi obligación es quedarme aquí». Días
después, el comité revolucionario, formado por miembros de
UGT y CNT, se quejaba: «El obispo, tan campante, como si no hubiera
pasado nada. ¡Así se sabotea la revolución!»
El 5 de agosto, asaltaron su casa y lo amenazaron con matarlo si no se
iba de la capilla, pero él dijo que no se iba sin el Santísimo:
«Si no, matadme ya aquí». En la mañana del día
22, al grito de: «¡El obispo, que salga!», se lo llevaron
para matarlo. Su capellán, don Julián Melgar, le quiso acompañar:
«Siempre he acompañado a mi obispo, y ahora lo haré
también; quiero seguir su suerte».
Manuel Basulto,
obispo de Jaén
Cuando
comenzó la guerra, varios conocidos ofrecieron a don Manuel un escondite,
pero él rechazó todas sus ofertas. El 20 de julio de 1936,
en un convento cercano, mataron a cuatro padres claretianos; el obispo
se acercó a consumir el Santísmo que custodiaban en su capilla,
y recogió los cuerpos de los religiosos para darles cristiana sepultura.
El 2 de agosto lo detuvieron, y diez días después lo metieron
en un tren, junto a otros 300 prisioneros, con destino a Alcalá
de Henares. A las puertas de Madrid, detuvieron el tren frente a una colina
en la que habían dispuestas tres ametralladoras que acabaron con
la vida de casi 200 prisioneros. El obispo murió con un rosario
en la mano y las palabras Dios os perdone en los labios.
Manuel Borràs,
obispo auxiliar de Tarragona
Una
persona de confianza lo delató, pero antes de abandonar detenido
su escondite, el obispo le dijo: «Ésta es su casa; a mí
no me corresponde más que cumplir su voluntad». Pasó
en la cárcel de Montblanc tres semanas, durante las cuales se dedicó
a la oración, la Liturgia de las Horas y a dirigir personalmente
el rezo del Rosario. En la cárcel, consolaba a todos y los animaba
a confiar en la Providencia; también leía en voz baja un
libro de meditaciones para edificación de los presos. El 12 de agosto
de 1936, lo sacaron de la cárcel y a las afueras del pueblo lo fusilaron.
Antes de morir, perdonó a sus verdugos y los bendijo. Cuando se
encontró su cuerpo, incluso después de haber sido sometido
a las llamas, continuaba teniendo el brazo derecho en actitud de bendecir.
Beato Manuel
Medina, obispo de Guadix
Cuando
le detuvieron, le quisieron arrancar el pectoral, pero replicó:
«Ya que me vais a matar, dejadme que muera con el crucifijo».
Empujado a un vagón con destino a Almería, un sacerdote le
oyó decir: «Señor, convierte a mi pueblo, o bórrame
a mí del Libro de la Vida». En Almería, un miliciano
le puso un pistola y le obligó a blasfemar, pero se negó.
Soportó insultos, injurias y golpes, hasta que lo llevaron a matar.
Murió mirando al cielo y perdonando a sus enemigos.
Beato Diego
Ventaja, obispo de Almería

El
22 de julio de 1936, le ofrecieron un coche para huir; horas después,
un barco, pero siempre se negó, consciente de lo que podía
sucederle. Estuvo unos días detenido, con el obispo de Guadix, junto
al que pudo rezar y celebrar la Eucaristía. Cuando iban a ser fusilados,
el 30 de agosto, testigos presenciales confirman que dijo a quienes iban
a matarlo: «Que Dios os perdone como yo os perdono de todo corazón,
y que ésta sea la última sangre que derraméis».
Manuel Irurita,
obispo de Barcelona
Tras
el Alzamiento, se refugió en casa de un padre de familia, donde
también había acogidas unas carmelitas. Tenían el
Santísimo reservado, y el obispo animaba la vida espiritual. El
1 de diciembre de 1936, fueron detenidos, pudieron consumir las Sagradas
Formas y, días después, fueron fusilados. Un preso que logró
escapar contó que el obispo dijo: «Me pondréis una
vestidura blanca sin daros cuenta. Dios os perdone y yo os bendigo; soy
vuestro obispo».
Beato Anselmo
Polanco, obispo de Teruel
«El
pastor debe estar donde están sus ovejas», respondía
a quienes le proponían huir de Teruel, entonces bajo asedio. Tampoco
se quiso retractar de la Carta colectiva de los obispos, que firmó.
Bajo los bombardeos, animaba a los fieles en los refugios. Con la guerra
a punto de terminar, fue conducido a Valencia, Barcelona y Gerona. Tras
haber recibido numerosas vejaciones y desprecios, fue fusilado el 7 de
febrero de 1939.